EL DÍA EN QUE EL CROSS SE CONVIRTIÓ EN COSA DE AFRICANOS…
¡AUNQUE GANÓ UN AMERICANO!

El dominio de los atletas africanos es de tal magnitud actualmente en las competiciones de cross que incluso se imponen en el campeonato de Europa. Algo que puede parecer absurdo… pero que resulta posible debido tanto a los flujos migratorios, que propician la presencia de cada vez más atletas con origen en África pero residencia y formación europea, cómo, sobre todo, gracias a las famosas ‘nacionalizaciones express’ que permiten competir con bandera del viejo continente a especialistas de las pruebas de fondo procedentes de Kenia, Etiopía o Eritrea, naciones cuyas inagotables canteras de corredores las convierten en auténticos ‘exportadores de medallistas’.

Un buen ejemplo de ello fueron las dos carreras de la categoría absoluta en los campeonatos de Europa de campo a través celebrados el pasado domingo, 10 de diciembre del 2017, en Samorin. Tanto la prueba masculina cómo la femenina concluyeron con triunfo de atletas nacidos, criados y formados en Kenia… pero que representaban a Turquía. El país otomano, gracias a su muy laxa legislación en este tema, se ha convertido de unos años a esta parte en primera potencia del atletismo europeo a base de 'importar' corredores de fuera de sus fronteras. Un caso muy diferente al de otros africanos de origen, pero con residencia y carrera deportiva típicamente europeas, que también destacaron en las carreras del hipódromo de la localidad eslovaca, cómo el español Adel Mechaal, pero que no dejan de ser otra buena muestra del dominio por parte de los atletas procedentes del Magreb o las altiplanicies del Rift en prácticamente cualquier competición de medio fondo y fondo, se dispute esta sobre hierba, tartán o asfalto.

Un dominio que, si nos ceñimos sólo a las carreras de campo a través, es relativamente reciente; más incluso que su inicio en las competiciones de pista, que arrancó con la eclosión de los keniatas en los Juegos Olímpicos de 1968, en México, o en las de asfalto, con la maratón cómo máximo exponente y el triunfo, ocho años antes, del legendario Abebe Bikila, corriendo descalzo sobre las calzadas romanas para conseguir el primer oro olímpico de un país africano. Porque, si bien es verdad que en ese mismo año de 1960, el que luego sería máximo rival del etíope en Roma, el marroquí Rhadi Ben Abdesslam, consiguió la victoria en el cross de las naciones, auténtico campeonato del mundo oficioso de la especialidad, tanto su triunfo cómo los de su compatriota Ben Assou El Ghazi, seis años después, y del tunecino Mohamed Gammoudi en 1968, no dejaron de ser más bien hechos aislados. Tres éxitos debidos a la innegable clase de sus protagonistas pero que no supusieron una clara tendencia de dominio africano en una competición en la que, por aquel entonces, aun se imponían de forma habitual los atletas europeos… que continuarían sumando la mayoría de victorias, tanto en el cross de las naciones cómo en su sucesor, el campeonato del mundo de campo a través, hasta la década de los ochenta..

Y es que, cómo muchos otros deportes, las pruebas de cross empezaron siendo cosa de británicos. Los ingleses fueron los primeros en practicarlas, en regularlas y en organizar competiciones de ámbito internacional… aunque en realidad la primera de todas comenzó siendo una cuestión ‘privada’ de las islas, con representantes sólo de Inglaterra, Escocia, Gales e Irlanda. Así nació, en el año de 1903, el campeonato internacional de campo a través, también conocido cómo el cross de las cuatro naciones. Un cuarteto que, al estilo del famoso torneo de rugby, se amplió a quinteto en el 1907 con la entrada de Francia, lo que, cuatro años más tarde, ya propició el primer vencedor no inglés: el galo Jean Bouin, ganador en la edición del 1911.

Tras la obligada pausa de la primera guerra mundial, la prueba volvió a organizarse en 1920, ya con más países europeos en liza, y empezó a conocerse popularmente cómo ‘cross de las naciones’, denominación que se mantendría hasta 1972. En esos años, se pueden distinguir dos épocas bien diferenciadas. La primera es la del periodo de entreguerras, desde 1920 a 1939, con veinte ediciones en las que a los británicos sólo se les escapó un triunfo (el conseguido por el francés Joseph Guillemot en 1922), registrándose dieciséis victorias de atletas ingleses (con mención especial para Jack Holden, que se impuso en cuatro ocasiones), dos de escoceses y una de un irlandés. En esta etapa se introdujo además la categoría femenina, que arrancó en 1931 aunque sólo se disputó cuatro veces antes del inicio de la guerra, siempre con ganadoras inglesas.

Imágenes del Internacional Cross Country Championship de 1936, celebrado en Auteil, Francia, tercera de las cuatro victorias de Jack Holden en la década de los treinta

La siguiente época, después del segundo conflicto bélico de alcance mundial del siglo XX, tuvo cada vez más reparto de triunfos entre atletas de diferentes países, a medida que la competición se hacía más internacional y atraía equipos de otros continentes, cómo el de Túnez, que debutó a finales de los 50 y al que siguieron más formaciones procedentes del norte de África, así cómo de América y de Oceanía. Todos ellos acabaron por convertir la prueba en un auténtico mundial oficioso de cross en los años sesenta… que pasó a serlo de forma oficial en la inolvidable (¡al menos para quien esto escribe!) edición de 1973. El primer campeonato del mundo de campo a través fue aquella carrera celebrada en el hipódromo belga de Waregem, que recuerdo haber visto por la tele, en blanco y negro, cuando era un crío, y en la que, un año después de su heroica cuarta plaza en los 10000 de los Juegos Olímpicos de Munich, mi ídolo infantil del atletismo, Mariano Haro, volvía a darlo todo para acabar siendo batido esta vez por Päivärinta… ¡después de Viren otro finlandés se interponía en su camino a la victoria!

Eso sí, esta vez, el palentino tenía el consuelo de la medalla de plata, reeditando su segunda posición del año anterior (lograda por detrás del belga Roelants en el último ‘cross de las naciones’), pero se quedaba de nuevo con las ganas de poder emular el único oro logrado hasta entonces por un atleta español, el de Francisco Artimendi en la edición de 1964. El tenaz Haro sería segundo también los dos años siguientes, superado en el 73 por otro belga, De Beck, y en el 74 por el escocés Stewart. Más triunfos europeos, en todo caso, cómo los de las cuatro ediciones que cerraron la década de los 70 y en las que se impusieron el portugués Carlos Lopes, el belga Leon Schots y, por dos veces, el irlandés John Treacy.

Pero el gran cambio estaba a punto de llegar. En la categoría femenina Estados Unidos ya había sumado seis victorias, cinco en el cross de las naciones a cargo de la sensacional Doris Brown (entre finales de los sesenta y principios de los setenta), y la sexta (primera en el mundial ‘oficial’) por parte de otra Brown, Julie, en 1975. Y en la edición de 1980, celebrada en el hipódromo parisino de Longchamp, llegaba el primer triunfo norteamericano en la categoría masculina, logrado en un emocionante sprint por Craig Virgin. El estadounidense batía en los últimos metros al germano Orthmann, cuando este ya se veía ganador después de rebasar al inglés Rose, líder hasta el kilómetro final y tercero en la meta después de un agónico desenlace para una carrera que parecía suya apenas unos momentos antes. ¡El cross ya no era sólo cosa de europeos!

Últimos metros del mundial de cross del 1980 en París

Al año siguiente, 1981, el escenario volvía a ser un hipódromo, el de La Zarzuela, en Madrid. Un nombre que nada más escuchar asociabas de inmediato al enésimo triunfo del pequeño gran Claudio Carudel a lomos de cualquier pura sangre de la cuadra Rosales pero que, por unos días, iba a dejar paso a otros corceles fibrosos y rápidos pero muy diferentes (¡y bípedos!): los mejores atletas mundiales de cross.

Era finales de marzo, la semana en la que, por fin, habían liberado a Quini de su secuestro, noticia que, obviamente, ocupaba más espacio en informativos y prensa que la competición atlética, por mucho que fuese la primera vez que un campeonato del mundo de la especialidad se disputaba en España. Pero, en todo caso, al menos si que hubo retransmisión televisiva. Después de tantos años los recuerdos se hacen un poco nebulosos y no tengo claro si pudimos ver todas las categorías (en la prueba femenina se impuso, por cuarto año consecutivo, la fabulosa Grete Waitz) pero si que me acuerdo de esperar con impaciencia el inicio de la carrera masculina, que se presentaba apasionante. El plantel de participantes en la cita de la capital de España era de lujo, con la gran novedad de la primera participación de un equipo de Etiopía cómo aliciente extra. Los africanos, liderados por el eterno Mirus Yifter, dominador absoluto de las pruebas de fondo en los Juegos de Moscú del año anterior, a quien acompañaba además su lugarteniente entonces, Mohammed Kedir, amenazaban con romper la hegemonía europea en la clasificación por escuadras, sólo interrumpida en una ocasión en toda la historia de la competición bajo sus diferentes nombres. Los autores de la afrenta al viejo continente habían sido, en la edición del 1975, el equipo de los ‘all blacks’ neocelandeses, encabezados por el sensacional John Walker y con otro grande de las antípodas, Rod Dixon, también en sus filas.

Yifter y Kedir, la doble punta de lanza del poderoso equipo de Etiopía en el mundial de cross de Madrid

Precisamente este último (en plena transición de la pista a las largas distancias, que le llevaría a ganar la maratón de Nueva York dos años después), era uno de los muchos nombres ilustres del atletismo mundial que se daban cita en la hierba del hipódromo madrileño en aquel día de principios de primavera en la capital de España. También eran de la partida el finlandés Matti Vainio, campeón de Europa de 10000 en el 78, decidido a dejar atrás sus decepcionantes resultados en los Juegos de Moscú del 80, en los que había sido doble medallista su compatriota y compañero de equipo en Madrid, Kaarlo Maaninka; o el polaco Bronislaw Malinowski, campeón olímpico de los 3000 obstáculos y que, aunque entonces no lo podíamos saber, estaba ante la que sería su última competición de nivel mundial antes de ser víctima de un accidente de tráfico en septiembre de aquel mismo año. No faltaba tampoco una auténtica leyenda ya en aquel momento, el veterano belga Emiel Putemans, que ocho años antes, en 1972, había logrado la plata olímpica y el record mundial del 5000 en apenas una semana, o dos hombres que alcanzarían ese ‘status’ legendario en el atletismo portugués, Fernando Mamede y Carlos Lopes, el primero aun por llegar sus mejores éxitos, el segundo ya campeón de la especialidad cinco años antes, en Chepstow. Y, por supuesto, allí estaban preparados para tomar la salida los tres medallistas en el mundial de cross del año anterior: el inglés Nick Rose, gran derrotado de doce meses antes en París y con ganas de revancha, junto a sus dos verdugos de entonces, el alemán occidental Hans-Jürgen Orthmann y el a la postre ganador y, por tanto, vigente campeón, el estadounidense Craig Virgin, quien no había podido acudir a los juegos de Moscú a causa del boicot estadounidense motivado por la invasión soviética de Afganistán.

A todos ellos se enfrentaba el equipo español, armado con esa espada de doble filo que es correr en casa y esperando que la motivación extra que ello supone compensase con creces la responsabilidad añadida que, a veces, acaba pesando más de la cuenta en forma de presión negativa. Con la camiseta roja atravesada por dos finas líneas amarillas se alineaba una formación en la que, junto a la veteranía de todo un clásico del cross cómo era Santiago De la Parte, destacaban dos jóvenes atletas de la misma edad, 23 años, pero condiciones poco menos que diametralmente opuestas: José Luis González y Antonio Prieto. El primero, un espigado y rápido toledano que ya apuntaba maneras de primera figura internacional en las pruebas de mediofondo. El segundo, un pequeño y pundonoroso segoviano que tenía en la resistencia su mejor arma y en las largas distancias su terreno preferido. Ellos, junto a un Fernando Cerrada que, a sus 26 años, no acababa de concretar lo mucho apuntado desde las categorías inferiores, y dos representantes más de la nueva ola de aquel atletismo español de principios de los ochenta, Jorge García (campeón mundial junior el año anterior en París) y Francisco Sánchez-Vargas (que venía de ser segundo en el nacional de la especialidad), más la aportación que pudiesen ofrecer los menos laureados Luis Adsuara, Francisco Sánchez y Juan Torres, hacían que la escuadra española tuviese fundadas esperanzas de pelear por una medalla en la clasificación por equipos, logro que se había mostrado esquivo en la categoría absoluta en todas las ediciones anteriores de la prueba.

Imagino, borrado el recuerdo preciso por el paso del tiempo, que más o menos de todo esto hablarían los comentaristas televisivos mientras las imágenes de mi televisor se llenaban con el colorido de las camisetas de las diferentes selecciones. Una mezcla de tonos, desde el todavía inmaculado blanco, apenas salpicado por sus banderas o emblemas nacionales, de ingleses, belgas, portugueses o alemanes, al rojo de españoles o soviéticos pasando por los diferentes azules, más o menos oscuros, de franceses, finlandeses o estadounidenses, el chillón amarillo de los australianos o el más discreto verde de los etíopes, que casi se mimetizaba con la hierba del hipódromo. El nutrido grupo de atletas se preparaba para tomar la salida en el poste de ‘Perdices’, punto de partida desde el que se recorría buena parte del buen cuidado perímetro de césped utilizado en las carreras ecuestres antes de completar el trazado por caminos interiores de piso mucho más irregular. Y cuando sonaba el pistoletazo que daba inicio a la prueba, los más de doscientos atletas arrancaban a toda velocidad en busca de la cuerda del circuito hípico, aunque obviamente no tan deprisa cómo solían hacerlo cada semana en ese mismo escenario los caballos, espoleados por sus jinetes al abandonar los cajones de salida.

La primera de las cuatro vueltas previstas era, lógicamente, de tanteo, y en los lugares de privilegio se dejaba ver José Luis González, alimentando las esperanzas de un triunfo español para los aficionados que seguíamos la carrera por la pequeña pantalla o los muchos que asistían a la misma desde las tribunas de La Zarzuela. También teñía inicialmente de rojo los puestos de cabeza el soviético Abramov, pero la presencia de ambos al frente del grupo resultaba efímera. En el primer paso por meta era el portugués Mamede quien hacía destacar el blanco de su zamarra con tonos de verde y rojo por delante del multicolor pelotón, aun muy agrupado.

Pero entonces, poco después, ambos colores, el verde y el rojo, ganaban protagonismo con mucha más intensidad. Eran los de las camisetas color hierba y los pantalones en tono bermellón de los etíopes que, cómo obedeciendo a una orden prefijada, pasaban en bloque a ocupar la vanguardia del grupo, aceleraban el ritmo de forma bestial y rompían la carrera en mil pedazos. De repente, la competición se convertía en un ‘sálvese quien pueda’ tratando de seguir el asfixiante galope de aquellos auténticos corceles de ébano, que se turnaban al mando infatigables, trabajando en equipo. Un sexteto de figuras apenas distinguibles, con la excepción de la inconfundible figura de su líder, Mirus Yifter, de rostro anguloso y frente más que despejada en contraste con los poblados cabellos rizados que cubrían las cabezas de sus compatriotas.

En los dos giros siguientes su dominio era tal que la única duda parecía ser ya cual de ellos cruzaría el primero la meta, quedando para sus rivales la magra consolación de luchar por ser el mejor del resto (aunque ello significase acabar cómo mucho séptimo) y tratar de que su país lograse la medalla de plata por equipos, clasificación en la que, evidentemente, el oro ya no se les debía escapar a los etíopes. Pero, entonces, cuando restaba una vuelta para el final sucedía lo impensable. Los africanos creían que la carrera concluía en ese paso por meta, aceleraban aun más, se lanzaban a un sprint privado entre ellos… ¡y se detenían poco después! Atónitos, sus rivales seguían adelante preguntándose que había pasado, el graderío se llenaba de gestos de sorpresa y los jueces trataban de reconducir de vuelta a la competición, a los confusos africanos, agotados tras hacer el que pensaban era último esfuerzo.

Aunque los etíopes reemprendían la marcha, la carrera ya estaba lanzada camino de su último giro y el tiempo que habían perdido era irrecuperable para casi todos ellos. Sólo uno, Mohamed Kedir, había reaccionado con la rapidez suficiente para no ceder demasiado terreno. Haciendo un esfuerzo extraordinario, el delgadísimo etíope recuperaba metros a paso de carga y lograba contactar con los dos atletas que se habían quedado solos en cabeza tras el inesperado despiste de los africanos: Virgin y Mamede, de repente en lucha por una medalla de oro que poco antes creían fuera de su alcance.

El estadounidense y el portugués apenas podían dar crédito al regalo que les llegaba caído del cielo, cuando la marea verde que les precedía se había apartado de golpe. Pero poco después veían perplejos cómo uno de ellos aparecía de nuevo, los alcanzaba, los rebasaba… ¡y se volvía a ir por delante! Para Memede el ritmo de Kedir era otra vez demasiado fuerte, pero Virgin no estaba dispuesto a dejar escapar la inesperada oportunidad de luchar por la victoria en una carrera que había visto más que perdida hacía unos minutos.

El vigente campeón entraba en la recta final codo con codo con el etíope, los dos apretando los dientes y alargando la zancada, cual caballos de carreras sprintando con el castigo de las fustas de sus jockeys cómo acicate extra para hacerles aumentar la velocidad en los metros finales. Y, al igual que el año anterior en otra recta de llegada de un hipódromo, el atleta de camiseta azul con las letras USA sobre el pecho rebasaba a su rival poco antes de la cinta de llegada y era el primero en cruzar la meta, brazos en alto. Craig Virgin conseguía su segundo oro en un mundial de cross y Mohamed Kedir, exhausto por el esfuerzo extra a que le había llevado su error y el de sus compatriotas, tenía que conformarse con la medalla de plata.

El bronce era para el portugués Mamede, que resistía en los metros finales y entraba cuatro segundos por delante del inglés Julian Goater. Pero yo apenas si me fijaba en el atleta de camiseta blanca, con la rosa de Lancaster cómo único adorno, cuando seguía la carrera a través de la pequeña pantalla. Tras el británico se agigantaba la menuda figura vestida de rojo de Antonio Prieto, cuyo inmenso corazón le llevaba en volandas, recuperando posiciones para acabar quinto por delante de un espigado corredor, de atuendo amarillo, que entonces me era totalmente desconocido pero años después me acabaría resultando más familiar, y no sólo por su muy característico bigote: Rob De Castella. El australiano terminaba sexto, logrando su primer resultado de nivel mundial en lo que eran los albores de una carrera deportiva que tendría a la maratón cómo su terreno de caza predilecto. Apenas unos meses después ganaría la de Fukuoka, en Japón, y dos años más tarde se convertiría, en Helsinki, en el primer campeón mundial de los 42 kilómetros y 195 metros.

A continuación del ‘aussie’ cruzaba la meta un rosario de agotados y desperdigados atletas. Séptimo era el segundo de los etíopes, Girma, que precedía al segundo estadounidense, Hunt, a quien seguían, separados por un segundo, el belga Hagelteens, uno de los que más había resistido inicialmente el tirón de los africanos, y el francés Levisse, que completaba los diez primeros de la clasificación individual. Un ‘top ten’ en el que no entraba, por poco, el neocelandés Dixon, que cruzaba la meta en la undécima posición. Dos puestos y cerca de diez segundos por detrás del atleta de las antípodas llegaban, agrupados, tres de los etíopes que habían dominado la prueba hasta su imperdonable despiste del penúltimo paso por meta: Nedi, Balcha y el gran favorito, Yifter, quien precedía por centímetros al finlandés Vainio y a tres estadounidenses más, Nenow, Donakowski y Bickford. El oro individual se le había escapado al doble campeón olímpico de 5000 y 10000… pero el de equipos todavía estaba al alcance de Etiopía. Para la clasificación por escuadras se sumaban las posiciones de los seis primeros atletas de cada país, y los africanos ya tenían a cinco entre los quince primeros, por cinco entre los veinte de los norteamericanos. El resto de países tendrían que luchar por el bronce, medalla a la que se postulaban los keniatas con tres corredores llegando a meta en los puestos 22º, 24º y 25º, y que llegué a pensar que podían lograr los españoles cuando vi entrar justo a continuación a dos más de los nuestros, José Luis González (27º) y Fernando Cerrada (29º).

Entonces, a cuatro segundos del de Guadalajara completaron la prueba dos agotados etíopes más, Tura y Girma. Después de todo, y a pesar del tremendo despiste que les había privado de, probablemente, copar el podio individual, el título por equipos quedaba definitivamente en poder de Etiopía. Era el primero que lograba un país africano. Desde entonces se han disputado 34 ediciones más del mundial de campo a través, y en todas ellas la victoria por naciones ha ido a parar a África. A aquel primer triunfo etíope siguieron cuatro más antes de que, en 1986, comenzase el largísimo reinado de Kenia, con la increíble cifra de dieciocho victorias consecutivas en la clasificación por escuadras. Una racha que se inició con el primero de los cinco títulos individuales que conseguiría el extraordinario John Ngugi, el atleta de estilo más desgarbadamente eficaz que uno recuerde. Después, los etíopes ganaron por países en 2004 y 2005, los keniatas recuperaron el cetro en el 2006 para mantenerlo los cinco años siguientes antes de que, con el campeonato pasando a ser bianual, Etiopía volviese a reinar en las tres últimas ediciones disputadas hasta la fecha, las de 2013, 2015 y 2017.

Imágenes de los últimos metros del mundial de cross de 1986, primero con victorias de John Ngugi en individual y de Kenia por equipos

Y si por equipos no se les ha escapado a los africanos ni una sola victoria en la categoría masculina desde aquella primera lograda en Madrid a principios de la década de los ochenta, a nivel individual apenas si han dejado unas pocas por ganar. De hecho, en las 33 ediciones celebradas desde entonces, sólo un atleta no nacido en África se ha proclamado campeón del mundo de campo a través, el fantástico Carlos Lopes, triunfador por dos veces consecutivas, en los certámenes de 1983 y 1984. El resto de ganadores han sido de origen africano, aunque uno de ellos venciese con los colores de Bélgica, el controvertido Mohammed Mourhit, nacido en Marruecos en 1970, nacionalizado belga por matrimonio 27 años después, campeón en el 2000 y el 2001… y suspendido por dopaje apenas unas meses más tarde. Los restantes treinta títulos se los han repartido entre Kenia, con dieciséis victorias, Etiopia con diez (seis del portentoso Kenenisa Bekela), Marruecos con dos (ambas logradas por otro grande del fondo mundial, Khalid Skah) y Eritrea con uno.

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Kenenisa Bekele ganando en el 2008, en Edimburgo, su sexto título de Campeón del Mundo de Campo a través

Un dominio que, además, ha ido siendo cada vez más aplastante, con los atletas africanos copando en los últimos años no sólo títulos y medallas si no prácticamente cualquier posición entre los diez, veinte o hasta treinta y cuarenta primeros. Superioridad que, aunque empezó algo más tarde, también se da en la categoría femenina, con ininterrumpidos triunfos por equipos de países africanos desde 1995, y en la categoría individual desde 2008… o 2005 si hablamos de atletas nacidas en África, ya que la campeona en el 2007, Lornah Kiplagat, venció representando a Holanda pero vino al mundo en Kenia.

Ante tal férrea dictadura, los europeos buscaron refugio y alicientes para competir de nuevo por las primeras plazas con la creación del Campeonato de Europa de Campo a Través, que se viene celebrando desde 1994. Pero, cómo bien pudimos ver el pasado domingo en Samorin, siguiendo además la tendencia de los últimos años, ni siquiera así consiguen escapar del todo del dominio ejercido por los atletas procedentes de África. De hecho, el último nacido en Europa que logró la victoria en la categoría masculina fue el italiano Andrea Lalli, hace ya cinco años, mientras que en el caso de las féminas tal honor corresponde a la británica Gemma Steel, ganadora en el 2014. Así que a los corredores originarios de países del viejo continente se les pone también cada vez más difícil vencer en el certamen continental de cross, aunque al menos aun puedan luchar por las primeras plazas en la categoría absoluta y ganar en las reservadas a los más jóvenes. Estas últimas terminaron en Samorin en poder de atletas tan prometedores cómo la británica Harriet Knowles-Jones, la germana Alina Reh, el galo Jimmy Gressier y, especialmente, ese auténtico genio precoz que es el noruego Jacob Ingebritsen.

A todos ellos les llega ahora lo más complicado, dar el siguiente paso y tratar de plantar cara a sus poderosos rivales nacidos en África, mezclándose en cabeza con un compacto grupos de corredores de piel oscura cómo aquel que impresionó en Madrid hace 36 años y, aun con despiste incluido, marcó el arranque de un dominio que no ha dejado de crecer desde entonces. Porque aunque en aquel día de finales de marzo de 1981 acabó ganando un americano, desde entonces todos tenemos claro que el cross es cosa de africanos.

MÁS INFORMACIÓN:

CROSS COUNTRY CLASSICS - Artículo sobre los mejores mundiales de cross publicado en la revista Spikes

EL AMERICANO CRAIG VIRGIN GANÓ OTRA VEZ EL MUNDIAL DE CROSS - Crónica de Ventura Gilera sobre el campeonato del mundo de 1981 publicada en el diario ABC al día siguiente de la prueba

WORLD CROSS MEMORIES – CRAIG VIRGIN – Artículo en la web de la IAAF sobre los dos mundiales de cross ganados por Craig Virgin

HISTORIA DEL CAMPO A TRAVÉS EN ESPAÑA (1981-1984) – Artículo de Ignacio Mansilla en la web de la RFEA con referencias al mundial de Madrid de 1981

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