ABEBE BIKILA, EL MARATONIANO DESCALZO

“Quise que todo el mundo supiese que mi país, Etiopía, ha vencido siempre con determinación y heroísmo”
Abebe Bikila, Roma 1960

El dominio que ejercen actualmente en el marathon los atletas nacidos en África es poco menos que incontestable. Un vistazo al ranking oficial de la prueba lo deja bien claro: entre los cincuenta primeros hay veintisiete de Kenia, con el fabuloso Dennis Kipruto Kimetto a la cabeza, diecinueve de Etiopia, liderados por el no menos sensacional Kenenisa Bekele, dos de Marruecos, con el primero de ellos, Jaouad Gharib, ocupando el puesto cuarenta y cuatro, y uno, en cuadragésimo noveno lugar, con nacionalidad estadounidense pero de origen marroquí, Khalid Khannouchi. Para encontrar en esta lista al primer atleta no nacido en África hay que descender al puesto sesenta y seis, ocupado por el brasileño Ronaldo da Costa, cuya marca data de 1998. Y el primero de origen europeo es el portugués Antonio Pinto, que se encuentra ya por encima de los cien primeros, concretamente en la posición ciento dieciséis con su registro ganador en Londres en el año 2000

Pero lo que hoy nos parece normal no lo era en absoluto hace años. De hecho, todo empezó del modo más inesperado y sorprendente en 1960. Se disputaban los Juegos Olímpicos de Roma y, cuando los participantes se preparaban para tomar la salida en la prueba de maratón, los grandes favoritos eran principalmente europeos, con el soviético Popov a la cabeza. El atleta ruso venía de rebajar no hacía mucho el tope mundial, rompiendo la barrera de las dos horas veinte minutos, y los vídeos de la época lo muestran sonriente y confiado en los instantes previos al inicio de la carrera, con el magnífico marco de la Piazza de Campidoglio como telón de fondo para una maratón que iba a romper moldes, fuese cual fuese su resultado final, por el hecho de disputarse por completo fuera de los confines del estadio olímpico. Algo de lo más inusual entonces, cuando lo más habitual era que la salida y la llegada incluyesen una vuelta a la pista en la que se disputaban el resto de competiciones de atletismo.


Esas mismas imágenes, algo descoloridas por el paso del tiempo, muestran fugazmente el enjuto rostro de un espigado atleta etiope, de nombre Abebe Bikila, totalmente desconocido para la mayoría aunque llegase a Roma declarando una marca personal por debajo del crono con el que Zapotek se había impuesto en Helsinki ocho años antes y que seguía siendo uno de los mejores de todos los tiempos. De todas formas, pocos creían que ese registro fuese cierto, y más aun observando como el africano con el dorsal número 11 sobre su camiseta de color verde… ¡se aprestaba a competir descalzo! Al parecer no se sentía cómodo con las zapatillas del patrocinador olímpico ‘Adidas’, que le había suministrado la organización minutos antes, y había optado por no utilizarlas. Al fin y al cabo, este hijo de un modesto pastor de la región de Abisinia, que se ganaba la vida como soldado de la guardia personal del emperador Haile Selassie, estaba más que acostumbrado a correr sin protección alguna para sus pies, habiendo completado de ese modo la mayor parte de su entrenamiento. De hecho, sus plantas extraordinariamente curtidas habían llamado la atención, en los instantes previos a la prueba, de otro africano que llegaba a la capital italiana dispuesto a batir a los europeos, el marroquí Rhadi Ben Abdesselam. Un objetivo para el que Bikila ni siquiera contaba en un principio, ya que su presencia en el equipo olímpico etiope se había debido a una lesión de última hora de uno de sus compañeros.

Cuando se daba la salida, bajo la estatua de un majestuoso Marco Aurelio, pocos se fijaban en Bikila, más allá de por la curiosidad que producía ver a un atleta dispuesto a afrontar descalzo los 42 kilómetros y 195 metros del maratón. Es más, seguro que la mayoría de los que se fijaron en él lo hicieron pensando que aquello era una locura, que el etiope no llegaría muy lejos mientras el grupo ya se empezaba a estirar y en cabeza aparecían atletas de nacionalidades con tradición atlética, como el británico, el alemán, el ruso, el irlandés o el japonés a los que se ve liderar los primeros compases de la prueba.


Poco después se empiezan a producir diferencias entre los que sólo tendrán como objetivo llegar a la meta y los que lucharán por los tres metales en juego. Entonces, el ritmo lo marca un cuarteto que ya cobra una importante ventaja. Lo componen dos europeos, el belga Aurèle Vandendriessche y el británico Arthur Keily, y dos africanos, los dos que se han encontrado brevemente en los prolegómenos de la prueba, el marroquí Rhadi y el etiope que corre descalzo, Abebe Bikila.


Al paso por los veinte kilómetros, el sol hace rato que se ha puesto tras las siete colinas de Roma, y son precisamente este dúo de africanos quienes comandan la maratón, sin rastro ya de los europeos que, poco a poco, han ido perdiendo contacto y se verán engullidos por otros perseguidores que han iniciado la carrera con menos osadía que la suya. Porque hay que ser realmente muy osado para seguir el ritmo que llevan el marroquí y el africano que, cuando ya es noche cerrada, se distancian cada vez más. Ambos avanzan imparables, escoltados por las motos de los ‘Carabinieri’ mientras dejan atrás las termas de Caracalla y van recorriendo la vía Apia, iluminada por antorchas.

El ambiente que producen los modernos soldados romanos, formados cual legionarios de una vieja centuria flanqueando el recorrido con lanzas de fuego, y el escenario, plagado de restos de las pasadas glorias del imperio de los césares, no puede ser más épico. Y tiene, además, un lugar de lo más emblemático para un etiope: el paso por la plaza de Porta Capena, donde se encuentra el obelisco de Axum. Un monumento sustraído a Etiopia por Mussolini cuando invadió el país en los años treinta, en su torpe intento de volver a convertir a Italia en una poderosa potencia imperial. Y, como una especie de venganza poética por parte de un soldado abisinio contra su antiguo invasor, es justamente al pasar por delante de la alta columna de piedra, situada ya en el último kilómetro de la carrera, cuando Abebe Bikila lanza el ataque final y definitivo, el que descuelga a Rhadi y le deja sólo en cabeza.


Los últimos metros, los que le llevan a la meta más gloriosa, situada al lado del fabuloso Coliseo y justo a los pies del triunfal Arco de Constantino, los recorre en solitario el etiope que corre descalzo. Y, ante la admiración de todos, la cruza en primera posición para ganar la medalla de oro estableciendo, además, un nuevo record con un crono de 2:15.16.2. Un registro que aun hoy día es de buen nivel y que ha conseguido corriendo sin zapatillas sobre un trazado de gran dureza, en el que el asfalto se alterna con los adoquines de las milenarias calzadas romanas.


A casi medio minuto, mientras Bikila ya celebra su sensacional victoria, llega el marroquí Rhadi para completar el primer doblete africano en el palmarés de los Juegos Olímpicos. En el podio les acompañará, minutos después, el neozelandés McGee. El atleta llegado de las antípodas alcanza la línea de llegada en la tercera posición, por delante de los rusos Boroviev y Popov, para quienes la cuarta y quinta plaza tienen el agridulce premio de ser logradas habiendo batido, ellos también, el record olímpico de Zatopek, al que aspiraban antes de empezar y por debajo del cual han terminado los cinco primeros de una maratón histórica.

Pero, por encima de todo, lo que hace realmente histórica a la maratón de Roma es la hazaña de Abebe Bikila: por ganarla descalzo, por hacerlo batiendo la mejor marca mundial y por ser el primer atleta de raza africana en proclamarse Campeón Olímpico. Un hito que el etiope se encargó de engrandecer aun más cuando, cuatro años después, repitió medalla de oro en los Juegos de Tokio, dónde ya corrió calzado y lo hizo aun más deprisa, estableciendo otro record Olímpico… con el mérito añadido esta vez de competir apenas unos días después de superar una operación de apendicitis. Una nueva muestra de la fuerza de voluntad del etiope, que hacía otra vez honor a las palabras que había pronunciado cuatro años antes, cuando, tras ganar en Roma, los asombrados periodistas le preguntaban por qué había corrido descalzo y les contestaba con la frase que abre este artículo porque resume en unas pocas palabras la motivación y el orgullo de este extraordinario campeón: “Quise que todo el mundo supiese que mi país, Etiopía, ha vencido siempre con determinación y heroísmo”.

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