Daniel Ceán-Bermúdez
@daniel_cean

Estaba yo la mañana de Nochebuena algo nostálgico, recordando historias de la infancia en días tan señalados. Una de ellas era el torneo de Navidad de baloncesto, competición que me aficionó al deporte de la canasta allá por 1974, cuando los universitarios estadounidenses de North Carolina visitaron por segunda vez España después de haber deslumbrado en su debut un par de años antes. En su retorno, la nueva camada de jóvenes y aguerridos ‘Tar Heels’ no pudieron con el anfitrión del certamen navideño, el Real Madrid, que les ganó en una final cuya retransmisión televisiva era, en mi casa, el tradicional preludio de la cena y entrega de regalos. De aquel equipo blanco me sigo sabiendo la alineación de memoria (números y nombres) más de cuarenta años después. Y entre todos ellos, por encima del 4, Brabender, el 10, Walter o el 11, Corbalán, por nombrar sólo a tres de los más populares en una formación inolvidable, mi favorito era el 7, Carmelo Cabrera. El genial base canario me entusiasmaba con su estilo imaginativo, su forma de botar el balón entre las piernas, sus entradas a canasta pasándose la pelota por detrás de la espalda en el aire y esa rapidez de manos que le permitía robar la bola al sorprendido rival a poco que este se descuidase. Era algo así cómo el ‘Magic’ español, antes incluso de que el maravilloso jugador de los Lakers existiera y aquel chaval de 10 años que era yo entonces, y contemplaba extasiado al ‘playmaker’ madridista en la tele en blanco y negro, sospechara siquiera la existencia de la colorida NBA.

Carmelo Cabrera, el inolvidable número 7 del Real Madrid de baloncesto en los años setenta.

Así que, aprovechando la posibilidad que Internet ofrece para revivir viejos recuerdos, me puse a buscar cosas sobre Cabrera. Y ya se sabe lo que ocurre cuando uno empieza a ‘googlear’… una cosa te lleva a la otra. Del Cabrera jugador de baloncesto acabé en otro deportista de igual apellido pero muy anterior en el tiempo y con mayor significado en el deporte mundial. Se trataba del maratoniano argentino, de nombre Delfo, campeón Olímpico de maratón en los Juegos de 1948 tras lograr la victoria en una de esas carreras que, por su muy notable desenlace, estaban en mi lista de temas a tratar en la sección de historia de ‘Marca Runner Asturias’ una semana de estas… y me dije ¿por qué no esta?

El atleta argentino Delfo Cabrera en una portada de la revista ‘El Gráfico’ a finales de los años cuarenta.

Pero no empecemos el relato por el final, porque, además, el triunfo de Cabrera en Londres 1948 tiene realmente su inicio dieciséis años antes, en otra maratón olímpica: la de Los Ángeles en 1932. Entonces no había aun televisión en Argentina pero un chaval de 13 años, al que le gustaba el deporte probablemente tanto o más que a mi (y, además, tenía las dotes y la fuerza de voluntad necesarias para practicarlo), estaba pendiente de lo que ocurría mucho más al norte de su localidad natal, un pequeño pueblo de la provincia de Santa Fé con nombre de futuro héroe de la carrera espacial: Armstrong. Era un 7 de agosto, en la ciudad californiana se disputaba la durísima carrera de los 42 kilómetros y 195 metros… y las esperanzas del joven ‘Fito’ Cabrera y de muchos de sus compatriotas estaban puestas en el mejor fondista argentino, Juan Carlos Zabala. El tan bajito (apenas metro sesenta) cómo fuerte y resistente atleta, de poco más de veinte años de edad y conocido en su tierra por el apelativo del ‘ñandú criollo’, había viajado a los Estados Unidos decidido no sólo a ganar la medalla de oro en la prestigiosa maratón... ¡pretendía dominarla de punta a punta! Y, dicho y hecho, tocado con un pañuelo blanco para proteger su cabeza del sol, ‘Zabalita’ se ponía ya al frente nada más iniciarse la competición en el coliseo angelino, del que salía el primero, dispuesto a retornar en igual posición a la pista en la que también concluiría la prueba.

Zabala lidera el grupo de participantes al inicio de la maratón en los JJOO de Los Ángeles 1932.

Y aunque no conseguía mantenerse líder durante toda la duración de la carrera, siendo superado brevemente por el mexicano Pomposo y el finlandés Virtanen (dos atletas que pagarían cara su osadía, concluyendo último el centroamericano y retirándose el europeo), la menuda figura del argentino era la primera en aparecer por la puerta del estadio poco más de dos horas y media después. Al borde del agotamiento definitivo, Zabala aun tenía fuerzas para saludar quitándose el pañuelo y completar por delante de todos el giro final a la pista, pese a que el británico Sam Ferris le pisaba los talones y llegaba más fuerte a los últimos metros, coincidiendo ambos sobre el óvalo de ceniza para protagonizar el desenlace más igualado vivido hasta entonces en una maratón olímpico, con victoria del argentino por menos de veinte segundos. Un triunfo épico del bonaerense qué, relatado con ese inimitable estilo de los cronistas de deporte argentino, no es de extrañar que inspirase al chaval de provincias, a quien imagino devorando con avidez el relato de la carrera publicado en la revista ‘El Gráfico’ mientras sueña con ser, algún día, el protagonista de una hazaña similar.

Imágenes de la victoria de Zabala en la maratón olímpica de Los Ángeles en 1932

Ese día acabó llegando exactamente dieciséis años después, también un 7 de agosto, el de 1948, en otra carrera de final inusualmente apretado para una maratón, de nuevo con los primeros clasificados coincidiendo sobre la pista del estadio durante la última vuelta. El escenario, eso si, fue totalmente diferente y aun más lejano para el santafesino: Londres, sede de los primeros Juegos Olímpicos de la posguerra. En la capital británica, todavía recuperándose de la devastación sufrida durante la segunda guerra mundial, se celebraron los denominados ‘Juegos de la austeridad’, dirigidos por un exatleta de raíces nobles, Lord Burghley, cuya figura inspiraría años más tarde uno de los personajes de ‘Carros de Fuego’. Y tuvieron cómo sede para las competiciones de atletismo el Empire Stadium, más conocido por Wembley, sobre cuya pista de ceniza destacó por encima de todos una mujer, la sensacional holandesa Fanny Blankers-Koen, ganadora de cuatro medallas de oro.

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Vista general del abarrotado estadio de Wembley nada más darse la salida de la maratón olímpica de 1948

De Wembley partía, a las 3 de la tarde, la carrera de maratón, en uno de los pocos días sin lluvia y más bien veraniego de aquellos Juegos en los que el clima británico estuvo muy presente. De todas formas, si para los espectadores, que llenaban las tribunas y abarrotaban las calles de Londres por las que iba a pasar la prueba, era un alivio no tener que usar paraguas, lo caluroso de la jornada no resultaba precisamente una buena noticia para los cuarenta y un atletas, que esperaban el pistoletazo de salida mientras sentían ya el agobio del bochorno debido a los más de veinte grados de temperatura y el alto porcentaje de humedad habitual a orillas del Támesis. Un disparo que, en teoría, lanzaba al aire Dorando Pietri, el legendario ganador moral cuarenta años antes en la anterior maratón olímpica celebrada en Londres, la de 1908. Y digo en teoría, porque si bien entonces nadie lo sabía, aquel menudo italiano al que se quería homenajear era un impostor que trataba de suplantar al auténtico héroe atlético, fallecido seis años antes.

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El coreano Choi lidera en la vuelta inicial a la pista

Ajenos a todo ello, los participantes iniciaban la prueba dando una vuelta al estadio antes de salir por el arco situado bajo el pebetero con la llama olímpica, liderados por Choi, uno de los coreanos. El país asiático, independiente de nuevo tras liberarse de la invasión nipona en los años treinta y tierra natal del ganador de la carrera en la anterior Olimpiada, la de Berlín en 1936, presentaba un potente equipo de tres atletas entrenados por el vencedor doce años antes, Sohn, cuyo triunfo se había producido, muy a su pesar, con los colores de Japón. También tres eran los argentinos que tomaban la salida, con el joven Cabrera partiendo con prudencia en las últimas plazas, no en vano aquella era su primera experiencia en una carrera de longitud mayor que 20 kilómetros. Más atrevido se mostraba su veterano compatriota Eusebio Guíñez, que relevaba enseguida al asiático al frente de un grupo en cuyas primeras plazas asomaba, tocado con gorro de nieve, muy nórdico pero nada apropiado para aquel caluroso día, el finés Vilho Heino, uno de los candidatos al triunfo dadas sus marcas previas en competiciones de larga distancia. Aunque si de favoritos hablamos, tal vez el número uno, al menos para el público local, era el ya veterano campeón de cross Jack Holden, de 41 años de edad y dispuesto a coronar su larga carrera con la más prestigiosa de las victorias. Un sueño, el de conseguir el oro en una maratón, que el británico acabaría cumpliendo dos años más tarde, y por partida doble, en los Juegos de la Commonwealth y los Campeonatos de Europa de 1950, pero que no podría alcanzar en Londres, víctima de unas dolorosas ampollas que le obligaban a abandonar mediada la carrera.

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Jack Holden era el gran favorito local pero tuvo que abandonar hacia mitad de carrera

En ese punto hacía ya un buen rato que el líder era Etienne Gailly, un belga de 25 años que había servido cómo paracaidista con los aliados en la segunda guerra mundial pero nunca antes se había enfrentado a la más dura de las distancias olímpicas. De todas formas, a alguien capaz de lanzarse desde un avión sobre territorio enemigo, mientras silban alrededor las balas de los antiaéreos y confía en que la ligera tela de la que cuelga su cuerpo resista y le lleve sano y salvo a tierra firme, el valor no es algo que le falte. Así que con valentía, y con un objetivo muy preciso, tal y cómo se tiraba del aeroplano durante la contienda bélica, se planteó la prueba el representante de Bélgica. Aunque la de Londres era su primera maratón, Gailly se sentía capaz de mantener un ritmo en torno a los tres minutos treinta durante toda la carrera. Y su plan parecía dar resultado cuando, tras ponerse en cabeza al poco de iniciarse la competición, empezaba a distanciar cada vez más a sus rivales. En el kilómetro 10 contaba con una docena de segundos de ventaja; y en el 20 el margen se había doblado hasta los veinticuatro, que pasaban a ser ya cuarenta uno cinco kilómetros más tarde.

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Gailly (dorsal 252) se situó en seguida en cabeza y lideró casi toda la prueba

Pero el joven ex-paracaidista belga había sobrestimado sus fuerzas, o no había tenido en cuenta la dureza del recorrido, lleno de cuestas, curvas y cambios de ritmo, que se hacía aun más exigente debido al calor y la humedad. En el kilómetro 30 su ventaja ya no crecía si no que, por primera vez, empezaba a reducirse, al igual que su velocidad. Poco después, Gailly, visiblemente cansado, era alcanzado y superado por dos atletas cuya táctica había sido totalmente diferente, empezar poco a poco para ir de menos a más a medida que avanzaba la carrera: el coreano Choi y el argentino Cabrera. El asiático lideraba con casi medio minuto de margen sobre el sudamericano cuando se alcanzaba el kilómetro 35. Doce años después del triunfo de Sohn en Berlín, un atleta nacido en Corea volvía a ser el primero en la parte final de una maratón olímpica, y esta vez, además, luciendo los colores de su país. Pero la alegría para el entonces ganador y ahora entrenador duraba poco. Apenas mil metros después su pupilo, Choi, empezaba a cojear visiblemente y no tenía más remedio que detenerse y abandonar. Sohn y el resto de coreanos tendrían que esperar hasta 1992, en Barcelona, para ver a uno de los suyos ganando la maratón olímpica.

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Choi (234) recuperó el primer puesto pasado el kilómetro 30 pero se retiró poco después del 36

La retirada del asitático dejaba en cabeza al joven Cabrera, seguido de cerca por el tenaz Gailly. Pese a su cansancio, el belga no sólo no cedía sino que, sacando fuerzas quien sabe de dónde, contraatacaba y se volvía a poner al frente de la prueba cuando se superaba el kilómetro cuarenta. Quedaban poco más de dos mil metros y el europeo, con un estilo cuyo anárquico braceo y dubitativa zancada denotaba el extremo esfuerzo que estaba llevando a cabo, avanzaba unos metros por delante del argentino, que le seguía tranquilo y con un correr mucho más acompasado. Aun así, Gailly resistía no se sabe cómo y lograba llegar al estadio en primera posición. Su entrada por la puerta de maratón, tambaleándose al pisar la ceniza de la pista, recordaba la agónica aparición ante los ojos del público protagonizada cuarenta años antes por Dorando Pietri. De nuevo el primer atleta en iniciar la vuelta final al estadio no iba a ser el ganador. Esta vez, además, ni siquiera iba a cruzar primero la meta, aunque fuese con ayuda, cómo había hecho el italiano cuatro décadas antes, en otro estadio londinense, bajo la atónita mirada del creador de Sherlock Holmes. Apenas unos segundos por detrás del belga pasaba bajo el arco del pebetero el argentino. El contraste entre ambos no podía ser mayor. Gailly, vestido de rojo, titubeante, con su corto pelo claro totalmente pegado a un sudoroso rostro marcado por una mueca de dolor. Cabrera, con camiseta albiceleste, decidido, denso cabello moreno y poblado bigote enmarcando una expresión resuelta. La suerte estaba echada y el liderato iba a cambiar de manos con la meta a la vista: nada más iniciar la sección de recta que daba paso al giro final el argentino superaba con facilidad al exhausto belga.

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Cabrera en primera posición en la vuelta final al estadio de Wembley

Para ambos se iniciaba entonces una vuelta final muy diferente. Un giro que, en una maratón que termina en un estadio, suele ser de disfrute para el atleta que llega a la pista en cabeza, pero que para Gailly se convertía en 400 metros de absoluta agonía en los que también perdía la medalla de plata, rebasado por el galés Tom Richards, que llegaba con fuerza desde atrás. Pero, cómo había sucedido dieciséis años antes en Los Ángeles, la reacción del representante británico era tardía, por delante ya cruzaba la meta un argentino. Porque para Cabrera esa vuelta final si que era la típica vuelta de honor, los últimos metros que faltan antes del éxtasis de la victoria. Delfo cruzaba la meta el primero, recibido con entusiasmo por un dirigente de la delegación de su país, que casi derriba al cansado atleta en su ímpetu por felicitarlo. En otro 7 de agosto, exactamente dieciséis años después de la hazaña de Zabala que le había servido de inspiración, el joven nacido en un pueblo de Santa Fé cumplía el sueño de emularla y ser campeón olímpico de maratón.

Por ello, aunque desde entonces ningún otro argentino haya logrado repetir los éxitos de Zabala y Cabrera, no es de extrañar que esa fecha, el 7 de agosto, tenga un especial significado en el país del cono sur americano, dónde es desde hace tiempo conmemorada cómo el ‘día del maratonista’ mientras los aficionados al atletismo esperan a que otro joven con sueños de gloria deportiva se inspire con su recuerdo.

MÁS INFORMACIÓN:

LA MARATÓN DE ZABALA - crónica de la maratón de Los Ángeles de 1932 escrita por de Félix D. Frascara y publicado en El Gráfico

¡Y CANTAMOS EL HIMNO! - crónica de la maratón de Londres de 1948 escrita por de Félix D. Frascara y publicado en El Gráfico

CUANDO DELFO CABRERA HIZO HISTORIA – artículo sobre Delfo Cabrera publicado en Clarín al cumplirse 50 años de su victoria en Londres

CORRIENDO POR UN SUEÑO – artículo de Juan Manuel Borrallinho sobre Delfo Cabrera publicado en El Equipo.

EL DÍA DEL MARATONISTA - artículo de Carlos Viacava en ‘La Prensa’

DELFO CABRERA: MEDALLA DE ORO LONDRES 1948 – documental sobre Delfo Cabrera

EL GRITO SAGRADO .- DELFO CABRERA – documental sobre Delfo Cabrera

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