CAMPEÓN OLÍMPICO CON OTRO NOMBRE Y OTRA BANDERA

Las siniestras y alargadas sombras que las esvásticas nazis han dejado en la historia hacen complicado mirar a los Juegos Olímpicos celebrados el año de 1936 en Berlín de un modo objetivo. Sabiendo cómo sabemos ahora (y se empezaba a sospechar entonces, comprobándose en toda su crudeza muy poco después) el horror que había detrás de la impecable fachada de eficacia que el III Reich mostró al mundo en aquellas dos semanas de competición, no resulta fácil fijarse en los aspectos positivos. Y, sin embargo, desde un punto de vista organizativo y deportivo, los de Berlín fueron unos Juegos fantásticos, sin duda los mejores celebrados hasta entonces y, probablemente, los que marcaron en buena medida la forma en que se concebirían la mayoría de siguientes ediciones de la gran fiesta del deporte mundial.

El Estadio Olímpico de Berlín durante los Juegos de 1936

Las autoridades germanas, con su canciller, Adolf Hitler, a la cabeza, pronto fueron conscientes del enorme potencial propagandístico que ofrecían los Juegos cómo escaparate de esa nueva Alemania que preconizaban y que tantos y tan justificados recelos causaba en las grandes potencias mundiales. Sin reparar en gastos, se emplearon a fondo para asombrar al mundo con sus avances tecnológicos, sus impresionantes construcciones, sus dotes organizativas y las proezas deportivas de sus atletas. Y, las cosas cómo son, lo consiguieron en prácticamente todos esos apartados, siendo tal vez el de los éxitos deportivos el menos notable. Porque, si bien Alemania fue el país que logró más medallas, muchas llegaron en las disciplinas minoritarias mientras que fueron bastantes menos en las competiciones más populares y con más eco a nivel internacional. En todo caso, ello no impidió al régimen nazi sacar buen rédito publicitario antes, durante y después de la celebración de las competiciones, que quedaron plasmadas para el recuerdo en el fastuoso documental ‘Olimpia’, realizado por Leni Riefenstahl. Una película que, más allá del innegable sesgo de propaganda en un buen número de sus imágenes, supuso un antes y un después en el modo de filmar y mostrar el deporte.

BERLÍN 1936: Olympia, Parte 1
Olympia, Parte 2

Los de Berlín fueron, además, los primeros juegos retransmitidos en directo por radio y televisión, aunque esto último se limitase a un circuito cerrado sólo disponible, a nivel local, en diferentes puntos del país. Y las instalaciones deportivas llamaron la atención por su elevado nivel de calidad, con el majestuoso Estadio Olímpico cómo principal seña de identidad. Todo ello fruto de una organización que destacó por su precisión, aderezada además por numerosos detalles con los que las autoridades nazis buscaron reforzar el vínculo de los Juegos con lo mejor de la tradición helenística, tratando a su vez de hacerla suya cómo una especie de histórica antecesora de la cultura aria que preconizaban. Así, por ejemplo, surgió la idea de Carl Diem, secretario general del comité organizador, de llevar a cabo el hoy día habitual encendido de la antorcha en las ruinas de Olimpia. El fuego sagrado, generado por los rayos del sol incidiendo sobre un pulido cuenco manejado por una sacerdotisa, en una ceremonia de gran simbolismo que se ha repetido desde entonces en cada Olimpiada, fue a continuación, trasladado mediante relevos hasta el estadio, a dónde llegó justo a tiempo para culminar la ceremonia inaugural, en la que tuvo su especial protagonismo el griego Spiridon Louis, campeón olímpico de maratón en Atenas cuarenta años antes .

La antorcha olímpica en su camino desde Olimpia a Berlín

No es de extrañar, por tanto, que la carrera de los 42,195 kilómetros fuese una de las pruebas más cuidadas y con más importancia en el programa de competiciones. Se disputó el 9 de agosto, cerrando el último día del atletismo, con su llegada produciéndose justo tras la disputa de la final en el relevo 4x100 masculino. Carrera en la que lograría su cuarta medalla de oro Jesse Owens, el estadounidense de piel negra que, ironías del destino, se acabó convirtiendo en la gran estrella de aquellos Juegos pensados para exaltar a los alemanes de pura raza aria.

Imágenes de la final del 4x100 en Berlín 1936

La maratón salía un par de horas antes desde la recta principal del Estadio Olímpico, totalmente lleno con alrededor de 100.000 espectadores que no eran si no una muy pequeña parte de los más de un millón que seguirían la prueba en su exterior, abarrotando toda la longitud del recorrido. Un trazado que, nada más abandonar la pista por el túnel situado bajo el pebetero, atravesaba el Maifeld (una amplia explanada de hierba en la que se hicieron desde competiciones de polo o doma hasta exhibiciones de gimnasia) y seguía por la carretera que atravesaba el cercano bosque de Grunewald hasta entrar en el AVUS, el circuito automovilístico de velocidad en el que las flechas plateadas de Mercedes y Auto Union, auténticos orgullos de la tecnología alemana de la época, superaban los 250 km/h mientras derrotaban sin paliativos a los mucho menos potentes y sofisiticados vehículos fabricados en Gran Bretaña, Francia o Italia.

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Salida del Gran Premio de Alemania de 1935, disputado en el AVUS

Por una de las dos larguísimas rectas del AVUS transcurrían los siguientes kilómetros, con la media maratón situada al pie de la nueva curva norte, la espectacular peraltada de más de 40º de inclinación que sería pronto conocida cómo 'el muro de la muerte' por los competidores en las pruebas del motor. Ahí, los atletas giraban ciento ochenta grados para recorrer la otra recta del circuito automovilístico, retornar al Grunewald y regresar al estadio, completando los 12 kilómetros finales por el mismo trayecto utilizado en los 12 primeros pero en dirección contraria. Todo ello jalonado con numerosos puestos de avituallamiento, atendidos por pulcros voluntarios y eficientes enfermeras, que no dejaban caer al suelo ni las esponjas que entregaban a los corredores para refrescarse, recogidas de inmediato en palanganas, ni los vasos de agua que les daban para beber y que se encargaban de retirar los entusiastas asistentes, acompañando unos metros al atleta mientras saciaba su sed.

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Los participantes en la maratón de los Juegos de Berlín en 1936 tras salir del estadio olímpico por el túnel que comunicaba la pista con el exterior

Nada más empezar se ponía en cabeza el argentino Juan Zabala, campeón olímpico cuatro años antes en Los Ángeles, dónde también había salido el primero y se había mantenido toda la carrera en el grupo de delante. Zabala, inconfundible con su peculiar gorro blanco, era además una figura popular para muchos berlineses, ya que llevaba unas semanas entrenando en el recorrido de la prueba, decidido a repetir su éxito de los anteriores Juegos. El argentino era el primer en abandonar el estadio y se escapaba en solitario prácticamente de inmediato, empezando a coger cada vez más ventaja. Tras él iba inicialmente el portugués Manuel Días, al que pronto alcanzaba un dúo formado por el británico Ernie Harper y el japonés Kitei Son. El británico era el más veterano de todos los participantes, no sólo en edad si no, sobre todo, en experiencia. Harper competía en sus terceros Juegos, luego de haber sido cuarto, en los de París en 1924, en la infernal prueba que había supuesto el final del cross cómo especialidad olímpica y de terminar lejos de los puestos de cabeza, cuatro años después, en la maratón de los de Ámsterdam. El asiático era mucho más joven pero ya ostentaba la mejor marca mundial de la distancia (2 horas 26 minutos y 42 segundos) lograda el noviembre anterior en Tokio.

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Son y Harper en el giro de mitad de carrera, cuando aun iban por detrás de Zabala

Los dos transitaban a más de minuto y medio del sudamericano por las interminables rectas del AVUS y, en un momento dado, cuando Son parecía querer aumentar el ritmo para ir en su busca, Harper le decía que fuese paciente y esperase a que el líder cediese terreno. El inglés estaba convencido de que Zabala no iba a poder llegar hasta el final sin desfallecer y el atleta que corría a su lado, con los colores del imperio japonés en su camiseta, le hacía caso… y acertaba. Al paso por la media maratón, la diferencia se había reducido a la mitad. Y aunque volvía a superar el minuto en el kilómetro 25, a partir de ahí iría decreciendo de forma constante, con Zabala cada vez más débil hasta el punto de acabar cayéndose antes de completar la recta de regreso en el AVUS, siendo rebasado por sus dos perseguidores, entre los que Son había dejado atrás a Harper, que sufría enormemente a causa de unas dolorosas ampollas en sus pies. De ahí al final ya sólo los árboles del bosque de Grunewald hacían sombra al líder, que aumentaba su ventaja kilómetro a kilómetro y se presentaba en solitario en el estadio. Su llegada al túnel que daba acceso a la pista era anunciada solemnemente a son de trompetas, y recibida con una estruendosa ovación del público que seguía llenando las tribunas. Animado por los vítores, Son recorría los últimos cien metros al sprint, en apenas 13 segundos, y ganaba con una marca de por debajo de las dos horas y media que se convertía en el nuevo record olímpico.

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Kitei Son cruza la línea de meta en primera posición

Unos segundos más tarde cruzaba la meta Harper, con sus pies ensangrentados pero sin perder la posición de privilegio por detrás del ganador. Y tras él, en la tercera plaza, entraba Nan, otro atleta que vestía los colores de Japón, que había remontado de forma espectacular en los kilómetros finales tras no aparecer en las primeras plazas durante gran parte de la carrera. Minutos después, en la ceremonia de homenaje a los triunfadores, mientras Harper se mostraba sonriente y feliz con la segunda plaza, Son y Nan apareceían cariacontecidos y con semblante no se sabía muy bien si serio o triste. Cuando sonaba el himno japonés y subían las banderas a los mástiles de honor, ambos agachaban la cabeza en un gesto que, cómo luego explicaría el ganador a los periodistas, no era de respeto sino una “protesta educada y silenciosa de vergüenza y rabia”. Porque en realidad, el vencedor de la maratón olímpica de Berlín en 1936 ni era japonés ni se llamaba Kitei Son. Había nacido en el norte de Corea y su nombre real era Kee Chung-Sohn… o Son Kee Chung, dependiendo de si se pone delante el nombre de familia, cómo marca la costumbre coreana, o detrás, al estilo occidental. Pero, con su país invadido por las tropas niponas desde hacía años, se había visto obligado a competir con los colores del Imperio del Sol Naciente y con su nombre adaptado a la grafía y pronunciación japonesa. Y lo mismo le había ocurrido a su compañero que había cruzado la meta en la tercera posición, también coreano y cuyo auténtico nombre era Nam Sung-Yong.

Imágenes de la maratón olímpica de Berlín 1936

Pero por mucho que Kee Chung-Sohn reivindicase su auténtico nombre y procedencia, y hasta que el principal diario de Corea publicase su foto en el podio retocada para tapar la bandera japonesa (lo que le costaba caro al propietario y varios de los redactores), su triunfo quedaba para la historia cómo el de un atleta japonés llamado Kitei Son. Y así aparecería en todos los registros olímpicos y libros de historia hasta que, en 1986, en Los Ángeles, tras largos años de lucha burocrática desde que Corea había recuperado su soberanía después de la segunda guerra mundial, se reconoció finalmente en las estadísticas el triunfo del atleta coreano con su nombre real… aunque, eso sí, la medalla de oro siguió siendo computada en el haber de la delegación japonesa.

Portada del principal diario de Corea al día siguiente del triunfo de Sohn en Berlín, con la foto retocada para tapar la bandera japonesa de su uniforme

En todo caso, Sohn había conseguido dar un primer paso hacia el reconocimiento internacional de una hazaña que en su país de origen ya tenía desde años antes gran significado. Tanto cómo para que cuando se celebraron los Juegos en Seul, en 1988, el ya septuagenario ex-atleta tuviese un papel relevante en la ceremonia inaugural, siendo el protagonista del último relevo en el traslado de la antorcha desde Olimpia. Un ritual que se había realizado por primera vez más de cincuenta años antes, justo en aquellos Juegos de Berlín en lo que él había conseguido la victoria en la maratón.

Cómo si el tiempo pasado desde entonces no fuese más de medio siglo si no apenas unas horas, al anochecer del 17 de septiembre de 1988 Kee Chung-Sohn volvía a entrar corriendo a buen paso en la pista de atletismo de un estadio olímpico lleno a rebosar cómo había hecho a media tarde del 9 de agosto de 1936. Pero esta vez lo hacía sonriente, con el sagrado fuego alumbrando en la antorcha que portaba orgulloso en una mano mientras con la otra saludaba a una multitud que, puesta en pie, le tributaba una ovación de mayor significado aun que la recibida cincuenta y dos años antes, al cruzar la meta el primero en Berlín. Porque ahora todo el mundo sabía quien era ese hombre, cómo se llamaba realmente y dónde había nacido. Era el campeón olímpico de maratón en 1936, Kee Chung-Sohn, de Corea... por mucho que en los libros y la prensa hubiese aparecido durante tantos años atribuido ese triunfo al japonés Kitei Son.

Marathon Hero Son Kee Chung

La historia Kee Chung-Sohn contada en un cortometraje de animación

Al veterano campeón, que después de la guerra, ya retirado de la competición, se había dedicado a entrenar a las siguientes generaciones de atletas de su país, sólo le quedaba ya un sueño por cumplir: ver ganar a un coreano la maratón olímpica. Así que en 1992, ya con 80 años de edad, fue a Barcelona para ver competir en los siguientes Juegos a uno de sus pupilos, Hwang Young-Cho. Era otro 9 de agosto, cómo el de Berlín en 1936. Y, aunque fuese por unos pocos metros, la carrera también discurría en parte por un circuito utilizado en competiciones del motor. Eso sí, de características muy diferentes al recto y plano AVUS alemán, ya que en la parte final de la maratón de Barcelona se pisaba algo de asfalto del mítico trazado urbano de Montjuic, al lado del cual estaba ubicada la meta, en el Estadio Olímpico barcelonés.

La carrera se presentaba dura, especialmente por la pronunciada subida final que llevaba desde el casco urbano de la capital catalana a la montaña mágica para los aficionados españoles a la fórmula 1 y el motociclismo. Además, la humedad y el calor del verano al borde del mediterráneo pronto hacían estragos entre muchos de los favoritos. Pero el joven coreano resistía en cabeza y llegaba a la exigente parte final junto al japonés Koichi Morisita. El día antes, Sohn había hablado con Hwang y le había dado el mismo consejo que él había recibido de Harper más de cincuenta años antes y que tan acertado había acabado resultando: tenía que ser paciente. Haciendo caso a su veterano maestro, el coreano no se precipitaba y esperaba el momento más adecuado para lanzar su ataque: la dura subida final. En la cuesta que llevaba a Montjuic, Hwang se distanciaba unos metros de Morisita, entraba el primero en el estadio y ganaba con 10 segundos de ventaja. En la tribuna, Sohn disfrutaba más incluso que el exhausto vencedor, a quien las asistencias debían retirar en camilla tras caer agotado apenas cruzada la meta. Hwang no podía celebrarlo con él en la vuelta de honor, cómo le habría gustado, pero daba igual... ¡el anciano campeón había visto cumplido su último deseo! Cincuenta y seis años después de su triunfo en Berlín, ensombrecido por el hecho de tener que ver cómo se izaba en su honor la bandera del sol naciente, esta vez, cuando el joven Hwang recibía la medalla de oro, era la enseña de Corea la que subía al mástil más alto… ¡y además lo hacía por encima de la japonesa!

MÁS INFORMACIÓN:

Athletics at the 1936 Berlin Summer Games: Men's Marathon – crónica y clasificación de la carrera en la web 'Sports-Reference'

The forgotten story of Sohn Kee-chung, Korea's Olympic hero – artículo de Andy Bull en 'The Guardian'

Sohn Kee-chung: Reluctant Marathon Champion at the 1936 Berlin Games– artículo de Roy Tomizawa en 'The Olympians'

Going Global _ Statue of Sohn Kee-Chung Erected In Berlin– vídeo de la inauguración de la estatua de Sohn Kee-Chung en Berlín.

RETRO: Olympian Ernest’s Berlin silver lining– artículo sobre Ernst Harper en 'The Star'

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