Daniel Ceán-Bermúdez
@daniel_cean

Era ya noche cerrada en Minesota y las luces del US Bank Stadium hacían relucir aun más el flamante ‘Vince Lombardi Trophy’. El brillante galardón era cuidadosamente transportado por unas manos enguantadas en blanco hacía el podio situado en el centro del césped. A su paso se reflejaban sobre su pulida superficie las expresiones de inmensa felicidad bien visibles en los rostros de los jugadores de los Eagles. Unos fornidos atletas que apenas podían contener la emoción mientras besaban y acariciaban el frío balón plateado que corona el premio por el que tanto habían luchado. Su alegría estaba más que justificada, los componentes del equipo de Filadelfia acababan de ganar, contra todo pronóstico, la edición número LII de la SuperBowl, la gran final del fútbol americano profesional, uno de los deportes más duros y exigentes. Una disciplina que requiere fuerza y potencia, velocidad y destreza… y también, mucho más de lo que la ruda apariencia de la mayoría de sus practicantes pueda hacer pensar, notables dosis de inteligencia, estudio de las tácticas y preparación mental.

El único fútbol que se conoce por tal nombre en los Estados Unidos de América llegaba así al término de otra de sus cortas pero muy intensas temporadas. Concentrado su calendario entre septiembre y febrero, es el deporte número uno para los estadounidenses en el invierno, dejando la primavera para el baloncesto de la NBA y el verano para el pasatiempo nacional por excelencia, el béisbol de las Grandes Ligas. Cualquier otra disciplina deportiva queda en segundo plano, por mucho que el hockey hielo de la NHL o la NASCAR automovilística tengan también numerosos adeptos. Sólo acontecimientos más puntuales, cómo otro clásico del mundo del motor, las 500 millas de Indianápolis, o, cada cuatro años, los Juegos Olímpicos, pueden rivalizar en atención con la SuperBowl de la NFL, unos playoffs de la NBA o unas Series Mundiales de la MLB. Espectáculos típicamente USA, aunque su popularidad se vaya extendiendo cada vez más por todo el mundo, en los que fijan su atención la mayoría de jóvenes estadounidenses cuando empiezan a practicar deporte en los institutos y las universidades de todo el país. Y que, en el caso de las minorías étnicas o los colectivos sociales más desfavorecidos, son, además, el pasaporte ideal a una vida mejor.

A principios de los años sesenta, uno de esos jóvenes de un barrio marginal que trataba de despuntar en el deporte del balón ovalado y las cien yardas era un chaval de raza negra nacido en un suburbio de Jacksonville. Un chico alto y fuerte, llamado Bob Hayes. Su potente físico, alrededor de 1.83 de estatura y cerca de 90 kilos de peso, aconsejaba a los entrenadores situarle cómo ‘fullback’, el corredor todo fuerza que se utiliza principalmente para percutir contra la línea defensiva del rival, en jugadas que requieren una corta ganancia de yardas, o para bloquear a los adversarios que intentan placar al no tan fuerte pero más ágil ‘running back’, mientras este busca un mayor avance corriendo con el balón protegido contra su cuerpo. Y aunque al joven Hayes no se le daba nada mal esa tarea, hasta el punto de conseguir una beca de fútbol en la Universidad de Florida A&M, lo que en realidad hacía mejor era correr sin cuero alguno entre sus manos. Su poderosa musculatura era capaz de impulsarle a gran velocidad y con extraordinaria rapidez para su tamaño. Características que pronto le hicieron decantarse por las pruebas de sprint del atletismo. Su estilo no era nada ortodoxo pero su explosividad le convertía en poco menos que imbatible en las carreras de 200 metros o menos.

Bob Hayes en su etapa en la universidad de Florida AM.

Basándose en esas innatas cualidades, Hayes pasó en apenas dos años, los que van del 1962 al 1964, de ser un completo desconocido a convertirse en el mejor velocista del mundo. Los triunfos y records caían a su paso, aplastados por su poderosa aunque tosca zancada. En el 62 igualó el tope mundial de las 100 yardas corriendo en 9.2 segundos. Un registró que mejoró al año siguiente, recortándolo en una décima. Antes ya había sido el primer hombre en romper la barrera de los seis segundos en las 60 yardas, estableciendo un nuevo record del mundo en 5.9. Poco después también se apropió de las plusmarcas en el 200 metros y las 220 yardas. La ‘bala’, cómo empezaba a ser conocido por todos, era poco menos que imbatible en cualquier competición de velocidad. La siguiente temporada era año olímpico, y Hayes acudió a los Juegos de Tokio para competir en dos pruebas, la individual de los 100 metros lisos y la del relevo 4x100 por equipos. Llevaba cerca de cincuenta victorias consecutivas y era el máximo favorito para conseguir la medalla de oro en la carrera reina de la velocidad, la primera de las dos en el programa de competiciones.

Las rondas de series clasificatorias eran poco menos que un par de meros trámites para Hayes, que se imponía en sus dos carreras, con cronos de 10.3 y 10.4 logrados sin forzar apenas. Entonces llegaban las semifinales y el poderoso atleta estadounidense volaba en la primera, impulsado por un vendaval a favor para dejar a todos boquiabiertos con un registro nunca visto hasta entonces en una competición internacional, 9.9 segundos. Un tiempo que el propio Hayes ya había alcanzado en el año preolímpico, también con excesivo viento de cola para que pudiese ser homologado. Si antes de llegar a Tokio era el máximo candidato a la victoria, ahora ya no había ninguna duda, la medalla de oro iba a ser suya aunque le tocaba salir por la peor calle para un velocista, especialmente en una pista de ceniza, la uno. Por ella habían transitado anteriormente los marchadores de la prueba de 20 kilómetros, dejándola en peores condiciones que las otras siete por las que iban a correr sus rivales. Y cómo si el destino se empeñase en ponerle trabas para que la carrera tuviese alguna emoción, a última hora Hayes no encontraba una de sus zapatillas que, sin que nadie se diera cuenta, había acabo debajo de su cama mientras bromeaba con unos amigos en la villa olímpica.

Bob Hayes con la camisera de la selección de Estados Unidos

Aun así, por mucho que le tocase correr sobre una calle 1 con la ceniza más removida de la cuenta, y con unas zapatillas prestadas, la imponente figura del atleta estadounidense intimidaba sólo con su presencia cuando los ocho finalistas saltaban a la pista. Su gesto serio y concentrado mientras ajustaba los tacos de salida con ayuda de un mazo de madera tampoco presagiaba nada bueno para los otros siete competidores. En sus mentes estaba claro lo que iba a ocurrir, los iba a machacar igual que al clavo con el que sujetaba al suelo el dispositivo desde el que iba a tomar el primer impulso. Y, efectivamente, así era. Nada más sonar el pistoletazo inicial de la carrera más corta y más intensa del programa olímpico, el poderoso atleta vestido con la camiseta azul del Team USA se erguía sobre la irregular ceniza de la calle interior y empezaba a pisotearla con una fuerza y a una velocidad que resultaban poco menos que irreales para el público y absolutamente imposibles para cualquier otro corredor que no fuese él. No importaba que su zancada no fuera en absoluto fluida, compuesta más bien por furiosas patadas al suelo que parecían extender una especie de infranqueable campo de fuerza a su paso, al que ningún otro se podía acercar. Daba igual que su braceo se asemejara más a una serie de puñetazos lanzados al aire, para apartarlo de su camino, que al acompasado movimiento propio de un velocista clásico. La bala había salido disparada en línea recta hacia la meta a una velocidad nunca antes vista en un ser humano. En mucho menos tiempo de lo que he tardado en tratar, inútilmente, de describir su indescriptible forma de correr, Hayes ya estaba rompiendo con su pecho la cinta de llegada, que alcanzaba con cuatro metros de diferencia sobre sus resignados rivales.

El oro no tenía discusión, la única duda era saber la marca. Los tres jueces que realizaban el cronometraje manual intercambiaban de inmediato miradas de admiración y se mostraban unos a otros las esferas de sus relojes. En todas ellas las manecillas se habían parado antes de alcanzar los diez segundos, dos marcaban 9.9 y uno mostraba un aun más fabuloso 9.8. Sin embargo, en un país cómo Japón, que ya entonces se estaba poniendo a la vanguardia de la tecnología, se estrenaba el sistema de cronometraje electrónico. Y su veredicto era algo menos generoso: 10.06. Con las reglas de entonces, que contemplaban un margen de error de 0.05 para el nuevo sistema, antes de redondear el registro a la décima más cercana, el tiempo oficial era definitivamente de diez segundos justos, igualando el record mundial con cronometraje manual que compartían el canadiense Harry Jerome (tercero en la meta), el germano Armin Hahre, y el venezolano Horacio Esteves.

Imágenes de la final de 100 metros masculina en los JJOO de Tokio 1964

La demostración de superioridad de Hayes había sido extraordinaria. Pero más aun lo sería la de unos días después en la final del relevo 4x100. Los favoritos eran dos equipos europeos, los de Francia y Polonia, dos cuartetos que se entendían a la perfección y dominaban el siempre complicado momento del paso del testigo de un corredor a otro. Los estadounidenses, en cambio, acudían con un equipo de circunstancias, con dos titulares lesionados, aunque ello no les había impedido igualar el record olímpico en semifinales. Pero les faltaba la coordinación que da el entrenamiento y sus cambios eran mucho más lentos e inseguros, siempre al límite del error fatal. Cómo el líder de la formación gala, Jocelyn Delecour, le dijo a uno de sus componentes, “sólo tenéis a Hayes”. Pero, cómo le replicarían tras la carrera, “con eso es suficiente”. Después de dos cambios no especialmente buenos de sus compañeros, el ya campeón olímpico de los 100 metros recogía el testigo para hacer la última posta en una alejada quinta plaza, a unos tres o cuatro metros de los franceses, que peleaban con la victoria con soviéticos, jamaicanos y polacos. Pero entonces los últimos relevistas de esos cuatro países veían atónitos cómo les adelantaba por la derecha una bala humana. En apenas media recta Hayes ya los había alcanzado, y en lo que faltaba hasta la meta les sacaba otro tanto de lo que les había recuperado en los primeros metros. El último relevista del equipo de Estados Unidos había pasado de quinto a primero en un suspiro para detener el crono en treinta y nueve segundos justos, estableciendo un nuevo record mundial junto a sus compañeros Paul Drayton, Gerry Ashworth y Richard Stebbins. Un record que era, sobre todo, suyo. Porque su última posta había comenzado por encima ya de los treinta segundos, lo que significaba que Hayes, con salida lanzada para recoger el relevo en movimiento, había cubierto el último cien… ¡en menos de nueve segundos! En bastante menos además… en ocho y medio o, cómo mucho, ocho con seis, según las diferentes mediciones que se han realizado desde entonces de su fabuloso último sprint.

A la vista de tan portentosa exhibición ya no había duda, Bob Hayes no sólo era el hombre más rápido del mundo si no que iba a ser el primero en romper oficialmente la barrera de los 10 segundos en la prueba de los 100 metros lisos. Con sólo 22 años, unas condiciones físicas extraordinarias y una técnica aun por pulir, era evidente que aun se encontraba lejos de su límite, por lo que ese hito histórico estaba más que a su alcance y debería caer más pronto que tarde. Sin embargo, habría que esperar cuatro años para que el 9 apareciese cómo primera cifra en la lista de plusmarcas del hectómetro. Y al lado del nuevo record de 9.95 no figuraría el nombre de Hayes si no el de su compatriota Jim Hines, que conseguiría la hazaña en la altitud de México y sobre pista de tartán. Dos ventajas de las que nunca gozó el doble campeón olímpico en Tokio, ya que su carrera atlética concluyó realmente nada más cruzar la meta victorioso en la final del relevo 4x100. Los dólares del fútbol americano profesional fueron un reclamo mucho más poderoso que las promesas de gloria sin remunerar del deporte olímpico de aquellos años. Poco después de lograr sus dos medallas de oro en Japón, Bob Hayes retornaba a su primer deporte y era elegido en el ‘draft’ por los entonces emergentes Cowboys de Dallas

Bob Hayes defendiendo los colores de los Dallas Cowboys en la NFL.

Su entrenador, el siempre imaginativo Tom Landry, veía en la rapidez de Hayes una cualidad a explotar de un modo que nadie había pensado hasta entonces. En lugar de utilizarlo en la posición de corredor que había ocupado en la universidad, lo situaba cómo ‘Wide Receiver’, el jugador que sale corriendo a campo abierto para recibir el balón lanzado por el Quaterback. En ese puesto, la explosiva aceleración y la capacidad de sostener la máxima velocidad durante un buen número de metros, convertían a Hayes en un arma absolutamente letal. Ningún defensor de la liga podía seguirle cuando arrancaba siguiendo cualquiera de las rutas profundas previamente establecidas en el ‘playbook’ del técnico de los ‘Boys’. Y cómo, además, Hayes no solía corría más rápido que nadie si no que también era hábil a la hora de atrapar el siempre caprichoso balón oval y tenía la fuerza necesaria para romper placajes y la habilidad para esquivar rivales, sus carreras hacia la zona de anotación rival, con la pelota bien embolsada en sus poderosos brazos, pronto empezaron a ser una jugada habitual en todos los estadios de la NFL. En sus dos primeras campañas en la liga, el nuevo receptor del equipo de la estrella solitaria anotó más ‘touchdowns’ procedentes de pase que nadie. Y a ellos sumó, además, alguno otro, y numerosas yardas de avance, en retornos de ‘punt’ y de ‘kickoff’. Dos jugadas que no sólo requieren velocidad, fuerza y habilidad si no, sobre todo, valor. En ellas, el jugador que recibe la pelota al fondo de su propio terreno, tras potente patada del ‘punter’ o ‘kicker’ rival, ha de salir corriendo en busca de ganar el máximo terreno posible mientras ve venir de frente a once rivales lanzados a toda velocidad contra él con un único objetivo, detenerlo en seco y del modo más expeditivo posible.

Bob Hayes anotando un touchdown para los Cowboy de Dallas

El impacto de Hayes fue tal que los entrenadores y coordinadores defensivos del resto de equipos de la liga se vieron obligados a replantearse por completo el modo en que planificaban sus estrategias de contención cuando se enfrentaban a él. La defensa individual que se utilizaba hasta entonces era totalmente inútil contra alguien de tan increíble rapidez. De por sí, el ‘wide receiver’ parte con ventaja cuando empieza la jugada, porque sale corriendo en una dirección que sólo él y sus compañeros conocen, pero que el defensor rival, que le encara, ha de tratar de intuir. Con Hayes esa ventaja se multiplicaba exponencialmente porque cuando el defensa que le marcaba le veía arrancar y se daba la vuelta para tratar de seguirle y evitar que atrapase el balón, o placarle si lo conseguía recibir, la bala ya se había disparado a tal velocidad que alcanzarla era una quimera. El único modo de contener esa explosión era defender en zona, esperándole a más distancia para tener tiempo a reaccionar, aunque ello significara ceder terreno en los primeros instantes de cada jugada y permitir pases cortos. Una pérdida asumible si servía para evitar verse ‘quemados’ una y otra vez con ‘big plays’ de veintitantas yardas, cómo mínimo, cada vez que Hayes recibía el balón en un pase largo.

A base de defensas zonales y ‘bump and run’ las cifras de Hayes ya no fueron tan estratosféricas en las siguientes campañas. Pero, aun así, continuó siendo una de las grandes estrellas de la liga y formó parte, en la temporada a caballo entre el 1971 y el 1972, del equipo de los Cowboys que logró la primera SuperBowl para la franquicia de Dallas. Un éxito que se les había negado con un par de dolorosas derrotas ante los Green Bay Packers en las finales de conferencia del 1966 y el 1967. Dos partidos de mal recuerdo personal para Hayes, ya que errores suyos en ambos resultaron poco menos que cruciales para su desenlace. Pero cuatro años después, en la SuperBowl número VI, que tuvo cómo escenario el Tulane Stadium de Nueva Orleans, Hayes y el resto de Cowboys, liderados por el fantástico Roger Staubach en el puesto de QuaterBack, machacaron a los Miami Dolphins con igual contundencia que el ex corredor olímpico aplastaba la ceniza de las pistas de atletismo. El anillo de campeón de la SuperBowl se unía así a las dos medallas de oro olímpicas en las vitrinas de Bob Hayes. Una colección única y poco menos que irrepetible. Nadie lo había logrado hasta entonces y nadie lo ha conseguido después.

Desgraciadamente, una vez terminada su carrera deportiva, Hayes siguió viviendo rápido, demasiado rápido. Problemas de alcohol y drogas acabaron dando con su fornido cuerpo en la cárcel durante diez meses, en 1979, por un feo asunto de tráfico de drogas. Una vez cumplida la condena, se rehabilitó y se dedicó a dar charlas a los jóvenes para advertirles de los peligros de ese tipo de vida. Pero su salud se empezó a resentir de tantos excesos y falleció en el 2002 sin haber recibido el reconocimiento de ser incluido en el Hall of Fame de la NFL pese a que, por sus resultados deportivos, era indudable que lo merecía. Finalmente, y no sin polémica, tras haber sido nominado sin éxito en el 2004, acabó siendo admitido a título póstumo en el 2009.

En todo caso, reconocimientos oficiales aparte, sus logros ahí están para admiración de todos. Sin ayuda de la altitud, sus registros, logrados sobre pista de ceniza, tardaron casi veinte años en ser superados. Tuvo que llegar otro portento de la velocidad mundial, Carl Lewis, para correr de forma habitual más deprisa que Hayes a nivel del mar, y eso ocurrió en 1981, diecisiete años después de su fabulosa victoria en el 100 de los Juegos de Tokio. Y más aun tardó nadie en correr una posta del relevo 4x100 tan deprisa cómo ‘Bob the bullet’ en la capital japonesa, lográndolo el siguiente fenómeno de las pruebas al sprint, Usain Bolt, hace apenas unas temporadas. Y teniendo en cuenta que tanto Lewis cómo Bolt gozaron de la ventaja que suponen las pistas de material sintético, las zapatillas de mejor calidad y las más sofisticadas técnicas de entrenamiento y alimentación posteriores a la época de Hayes, por no hablar de la dedicación profesional al deporte durante mucho más tiempo, no es aventurado pensar que, después de todo, y digan lo que digan los fríos números de las marcas, aquel fornido muchacho de un suburbio de Jacksonville, Florida, sigue siendo el hombre más rápido del mundo.

MÁS INFORMACIÓN:

The Greatest 100m Runner of All Time - artículo sobre Bob Hayes de Justin Clouder en la web run-down.com

Bob Hayes, Stellar Sprinter and Receiver, Is Dead at 59 - obituario de Bob Hayes escrito por Frank Litskysept para el New York Times

L’exploit de Bob Hayes enfin reconnu 50 ans après – artículo sobre el crono de Hayes en los 100 de Tokio escrito por Pierre-Jean Vazel para Le Monde

Where is Bob Hayes? – artículo sobre las marcas de Bob Hayes en el blog 'rethinking athletics'.

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