Daniel Ceán-Bermúdez
@daniel_cean

El inicio del 1950 estaba siendo inusualmente cálido en la costa este norteamericana. Pero aun así, un día de finales de enero siempre es frío en Nueva York, especialmente cuando el sol ya se ha puesto por el oeste de Manhattan. Así que los abrigos y los sombreros protegían del fresco de la tarde a los miles de neoyorquinos que se dirigían por la octava avenida a la vistosa entrada estilo Art-Decó del ‘Madison Square Garden’. Esta vez, pese al horario nocturno, no acudían a una de las muchas veladas de boxeo que acogía bajo su techo la polivalente instalación situada entre las calles 49 y 50. Tampoco se trataba de un partido de los ‘Rangers’, que estaban en plena racha camino de la ‘Stanley Cup’ de hockey sobre hielo. Ni a uno de baloncesto protagonizado por los todavía jóvenes ‘Knicks’, creados apenas cuatro años antes y lanzados aquella temporada hacía sus primeras finales de la NBA. En esta ocasión el reclamo, que llenaba también la calzada con el colorido tráfico en el que los ‘YellowCab’ destacaban entre las redondeadas formas de los Chevys, los Fords y los Cadillac de los más adinerados, era una competición de atletismo: los Millrose Games.

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La entrada al Madison Square Garden en la octava avenida

La del 1950 era la trigésimo séptima edición de un evento atlético que había nacido, cuarenta y dos años antes, cómo un evento privado entre los empleados de la sucursal que los grandes almacenes Wanamaker, de Filadelfia, tenía en la gran manzana. Un buen número de ellos eran aficionados al atletismo y decidieron fundar un club. Le pusieron de nombre Millrose, el condado natal de su jefe, Rodman Wanamaker, segundo hijo y continuador del negocio iniciado por John Wanamaker, el magnate que importó a los Estados Unidos la idea de las entonces novedosas tiendas (en las que se podía comprar prácticamente de todo en el mismo edificio), que tanto éxito habían tenido en Europa desde su nacimiento a principios del siglo XIX en Inglaterra.

La primera tienda de los grandes almacenes Wanamaker en Nueva York.

En 1914, la reunión atlética de los miembros del ‘Millrose Track Club’ cambió su original ubicación, en un depósito de material de la empresa situado en las afueras, por el mucho más glamoroso escenario del Madison Square Garden, en pleno centro de la ciudad, y empezó a ganar notoriedad. Primero con participantes de otros clubs del estado y del resto del país, a los que pronto se empezaron a unir atletas de otras nacionalidades, atraídos especialmente por la prueba que desde 1916 se convirtió en el evento estrella de la reunión: la milla y media. En 1925 el ganador de la carrera, celebrada el 6 de enero en un Madison lleno a rebosar, fue nada menos que Paavo Nurmi, quíntuple medallista de oro en los Juegos Olímpicos celebrados el año anterior en París y máxima figura del atletismo mundial de la época. El finlandés empezó en los Millrose Games su victoriosa gira por los Estados Unidos que le llevó de costa a costa durante cuatro intensos meses, en los que disputó cincuenta y cinco carreras de las que ganó nada menos que cincuenta y uno.

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Paavo Nurmi (primero por la derecha) causó sensación en sus giras por Estados Unidos. En la imagen toma la salida en una carrera indoor de su segunda visita, a finales de los años veinte

El año siguiente, 1926, con la demolición del viejo Madison y la apertura del nuevo, situado más al norte del anterior, se redujo a una milla la distancia de la prueba estelar y nació la ‘Wanamaker Mile’, convertida definitivamente en la carrera más importante y esperada de lo que ya se conocía popularmente cómo 'las olimpiadas de Broadway'. Un evento que se convirtió, al principio de cada año, no sólo en cita fija para los aficionados al deporte si no en fecha de reunión poco menos que ineludible para toda la sociedad neoyorquina, que acudía luciendo sus mejores galas a una competición en la que los jueces vestían de etiqueta para dar aun más realce a un espectáculo deportivo de primera magnitud.

Imágenes de los Millrose Games de 1948

Porque los Millrose Games en general y, en especial, la carrera de la milla, eran, en efecto, todo un espectáculo. Por la veloz pista de madera de 145 metros de cuerda pasaron a lo largo de los años los mejores especialistas del mediofondo estadounidenses y algunos de los más rápidos atletas del resto del mundo, que acudían a Nueva York con la intención de batir a los yanquis en su terreno. Pero los norteamericanos se imponían año tras año, destacando especialmente las seis victorias logradas por Glenn Cunningham en los años treinta.

Glenn Cunningham, seis veces ganador de la Wanamaker Mile, posa con la copa de su primer triunfo, en 1933, junto a Gene Vezke, vencedor en 1932.

Sin embargo, en la edición del 1949 un holandés, Willy Slykhuis, doble medallista de bronce en 1500 y 5000 en los Juegos de Londres del 1948, estuvo cerca de batir a los especialistas locales. La carrera salió rápida, cómo solía ser habitual en una competición que todos querían ganar y afrontaban con la excitación adicional de un evento disputado ante tanto público, que los llevaba poco menos que en volandas vuelta tras vuelta. Sin embargo, el ritmo pronto empezó a decaer, lo que beneficiaba al europeo y su rápido final. Pero cuando el atleta de los Países Bajos se las prometía más felices apareció por su derecha un joven universitario estadounidense de 22 años de edad, llamado Donald Gerhmann, que le superó por apenas una décima de segundo en un apretado sprint y mantuvo la racha de imbatibilidad de los norteamericanos en la ‘Wanamaker Mile’.

Esa sería una de las muchas victorias que conseguiría desde entonces aquel atleta de Wisconsin, cuyas gafas le daban aspecto inofensivo pero que era un auténtico ‘killer’ en los metros finales de cualquier competición, especialmente si se disputaba en los angostos confines de una pista cubierta. Una habilidad, la de correr deprisa sobre piso de madera en un trazado corto y con curvas cerradas, que desarrolló en sus años de instituto. Los crudos inviernos de su estado natal, fronterizo con Canadá y dónde no es raro que el mercurio de los termómetros llegue a los 20 grados bajo cero, no hacían muy recomendable entrenar al aire libre, así que el joven Don solía correr bajo techo en el depósito de bicicletas, un almacén cuyo perímetro exterior, de unos cien metros de longitud y delimitado por cuatro columnas, le enseñó a girar con rapidez inclinándose en las esquinas para mantener la velocidad. Entre eso y las numerosas carreras que disputó sobre el resbaladizo parqué del polideportivo escolar, Gerhmann se convirtió en todo un especialista en las competiciones ‘indoor’, sumando victoria tras victoria.

Don Gerhman en acción con la camiseta de la Universidad de Wisconsin.

Y casi siempre que el joven, gafudo y delgado estudiante del sur de Milwaukee cruzaba primero la meta en una de esas pruebas de media distancia en pista cubierta, justo tras él, y la mayoría de las veces después de haber ido en cabeza hasta cerca del final, llegaba otro corredor de estilo y características muy diferentes pero con la misma determinación por ganar. Se llamaba Fred Wilt, era siete años mayor, de cuerpo más musculoso, trabajaba de agente en el FBI y su especialidad atlética eran principalmente las pruebas de más distancia y al aire libre. De hecho, había ganado dos veces el campeonato nacional universitario de cross, defendiendo los colores de la más famosa universidad de su estado natal, los Hoosiers de Indiana, y había sido olímpico en Londres en los 10000 metros, competición esta última en la que también había estado Gerhmann, en su caso en los 1500. Así que al menos algo si que tenían en común, ya que, además, ni a uno ni a otro le había ido nada bien sobre la encharcada pista de ceniza del estadio de Wembley.

Fred Wilt compitiendo con el clásico uniforme del New York Athletic Club.

A lo largo de la temporada del 1949, Gerhmann y Wilt se enfrentaron en numerosas ocasiones pero cada carrera parecía una fotocopia de la anterior. El profesional de las fuerzas del orden, más fondista, marcaba un fuerte ritmo tratando de desgastar al rápido estudiante del norte. Pero, por mucho que tiraba, Wilt nunca lograba descolgar lo suficiente a Gerhmann cómo para evitar que este le acabase superando en el sprint final. Era una y otra vez la misma historia. Una historia que Wilt estaba decidido a que no se repitiese en la milla que se iba a disputar aquel 28 de enero de 1950 en el que los neoyorquinos hacían cola para entrar al Madison mientras cruzaban apuestas sobre cual de los dos cruzaría primero la meta. La carrera que ambos querían ganar era la carrera que todos habían ido a ver.

Vestido con la camiseta blanca adornada con el pie alado, emblema del New York Athletic Club, el de Indiana se preparaba en el vestuario del ‘Garden’ sin perder de vista a su principal rival, que unos metros más allá esperaba tranquilo la llamada para salir a pista, enfundado con la elástica roja de su universidad, en la que se leía, en letras blancas, el nombre de su estado natal, Wisconsin. ‘Esta vez va a ser diferente’, pensaba Wilt, mientras los minutos tardaban en pasar y las manecillas del reloj no parecían querer acercarse a la hora de inicio de la ‘Wanamaker Mile’. Cómo cada año, la prueba más esperada de los ‘Millrose Games’ tenía que empezar exactamente a las diez en punto de la noche, la hora de máxima audiencia radiofónica, para ser retransmitida en directo a toda la nación por Ted Husing, el comentarista deportivo más popular del país.

La Wanamaker Mile empezaba a las 10 en punto de la noche para que Ted Husing la retransmitiera en directo por radio a toda la nación.

El personal modo de narrar de Husing, de verbo fluido, vocabulario extenso y voz poderosa, metía en ambiente a los oyentes que, de Este a Oeste de Estados Unidos, se imaginaban a través de sus palabras lo que vivían en directo los cerca de quince mil espectadores que asistían a la competición desde las tribunas, llenando cada rincón del ‘Madison’. Un público entendido, entusiasta y ruidoso, que vibraba con cada carrera, vitoreaba a sus favoritos, aplaudía a los ganadores y abucheaba a los jueces si alguna de las decisiones que tomaban no era de su agrado. Todo ello mientras muchos de ellos fumaban sin parar, llenando de un espeso humo el espacio bajo el techo del pabellón, cuya atmósfera era más y más cargada a medida que avanzaba la larga velada atlética, en la que, en los años de programa más intenso, se llegaban a disputar hasta cuarenta pruebas distintas.

En aquella noche de finales de enero del 50, los aficionados ya habían tenido motivos para el entusiasmo, la exaltación y hasta la bronca. La competición de salto con pértiga era otro de los puntos fuertes de la jornada, con Bob Richards decidido a ser el segundo hombre en saltar por encima de los 15 pies (4.57m), altura sólo superada hasta entonces por Dutch Warmerdan, quien lo había logrado también en unos ‘Millrose Games’, los de 1942. El ‘cura pertiguista’, cómo era conocido por su profesión religiosa, se disponía a lograr la hazaña cuando alguien se percató de que no estaba a mano la larga escalera utilizada para permitir al juez subir hasta la posición del listón y proceder a certificar su altura exacta, mediante una cinta métrica que dejaba caer hasta el suelo. Con todo el público expectante y el atleta preparado y ansioso por ejecutar el salto sin más dilación, se decidió anunciar por los altavoces que todo estaba a punto para el intento de superar los 15 pies aunque, en realidad, nadie lo había comprobado a ciencia cierta. Espoleado por los aplausos del público, Richards, garrocha en ristre, encaró el foso con decisión, se impulsó con todas sus fuerzas, se elevó con sus pies apuntando hacía el techo de Madison, giro en el aire a la vez que soltaba la pértiga, quedó un instante que pareció eterno suspendido sobre el listón… y lo rebaso limpiamente para caer sobre el montón de arena situado al otro lado mientras escuchaba los vítores de los enfervorizados espectadores. Pero mientras todo eso sucedía, apareció la tan buscada escalera, así que una vez completado el salto, los jueces procedieron a medir la altura… y tras unos interminables minutos de incertidumbre anunciaron que, en realidad, Richards no había superado un listón situado a 15 pies… ¡faltaba media pulgada! (poco más de un centímetro). El reverendo saltador no había roto la ansiada barrera, tendría que esperar un año más para lograrlo, por fin, en los ‘Millrose Games’ del 1951.

Bob Richards tuvo que esperar a los ‘Millrose Games’ del 1951 para superar los 15 pies de altura en la prueba de salto con pértiga.

La bronca que siguió al rocambolesco desenlace del salto con pértiga hizo temblar los cimientos del pabellón y resonó en el vestuario dónde esperaban su turno los competidores en la milla. Si el ambiente ya estaba caldeado por la cantidad de público y el humo de sus cigarros, ahora el Madison era una auténtica olla a presión. La tensión era máxima y la expectación ante la carrera principal de la noche no podía ser mayor. La ‘Wanamaker Mile’ y su duelo entre Gerhmann y Wilt tenía que ser el punto culminante de la velada y hacer olvidar el fiasco de la otra prueba estrella del ‘meeting’. Cuando los participantes hicieron su aparición sobre la pista el rugido del público fue ensordecedor y sólo se acalló con el anuncio de los participantes, seguido del respetuoso silencio con el que todo el público escuchó, puesto en pie, la tradicional interpretación del ‘star and spangled banner’.

Apenas terminó de sonar el último acorde del himno volvió la algarabía a las gradas, con los partidarios de unos y otros empezando a animar a sus favoritos. Aunque Wilt defendía los colores del club local, Gerhmann también contaba con muchos seguidores, no en vano era el vigente ganador y, además, su triunfo ‘in extremis’ del año anterior, por delante del holandés Slykhuis, había mantenido a salvo la imbatibilidad de los estadounidenses en la prueba. Así que los gritos de ánimo a uno y otro les llegaban a ambos mezclados desde las tribunas mientras se situaban ya, junto al resto de competidores, sobre la cuidada tarima de la pista. Un trazado de 145 metros de longitud, estrecho y sin calles marcadas sobre su superficie, con dos cortas rectas y dos cerradas curvas de acusado peralte. Un vertiginoso óvalo de madera al que tendrían que dar once vueltas bajo la atenta mirada de los miles de espectadores en las gradas y de los numerosos periodistas que seguían la prueba literalmente a pie de pista, haciéndola aun más estrecha en la recta final al ocupar parte de su borde exterior para ver más de cerca su desarrollo y desenlace.

Otro breve silencio, cuando los relojes estaban ya a punto de marcar las diez en punto y se anunciaba por los altavoces el inminente inicio de la prueba precedía al ‘preparados… listos…’ que, tras breve suspense, rompía la señal de salida. Entonces el público volvía a jalear a los atletas mientras estos trataban de ganar velocidad en los primeros metros a la vez que peleaban por conseguir la mejor posición posible sobre la angosta pista. Cómo era su costumbre y volvía a ser su plan, Wilt tomaba pronto el mando de las operaciones y trataba de forzar el ritmo y estirar el grupo. Varias posiciones por detrás, Gerhmann, le seguía con la mirada mientras procuraba no ceder demasiado terreno ante el fuerte ataque de su rival. Cómo si el pie con alas que adornaba su camiseta le hiciese volar, el agente del FBI completaba vuelta tras vuelta a toda velocidad acercándose zancada a zancada a la ansiada victoria.

A falta de un cuarto de milla Wiltt era líder y Gerhmann ocupaba la cuarta posición. Entre los dos se interponían George Wade, defendiendo los colores de la prestigiosa Universidad de Yale, y John Twonmey, vigente campeón nacional del 1500 al aire libre. A Gerhmann le quedaban apenas tres vueltas para adelantar a otros tantos rivales en una pista dónde superar no era nada fácil dada su estrechez, lo corto de los tramos rectos y lo empinado de sus cerrados virajes. Pero el de Wisconsin no estaba preocupado. Frío cómo la nieve que suele cubrir su estado natal, simplemente esperaba su momento. En su cabeza calculaba tiempos y distancias y la ecuación resultante le daba cómo ganador del mismo modo que en muchas otras ocasiones, en el último metro. Cuando consideró que ya era el instante adecuado, apretó los dientes, aumentó el ritmo y pronto rebasó tanto a Wade cómo Twonmey, que se veían impotentes para tratar siquiera de contenerlo.

Por delante ya sólo estaba Wilt, pero el de Indiana no se lo iba a poner tan fácil. Los gritos del público subían de intensidad y apagaban por completo el característico sonido sobre la madera de las rápidas pisadas de los atletas, cuya respiración se hacía más fuerte pero tampoco era audible, ahogada por el eco de las voces rebotando en las paredes y el techo del viejo pabellón… ‘¡Vamos Wilt!’... ‘¡Corre Gerhmann!’... ‘¡¡Esta es tuya Don!!’... ‘¡¡Ya lo tienes Fred!!’ La pugna era casi tan cerrada en las gradas cómo en la pista y la incertidumbre crecía a cada paso que uno y otro daban, Wilt siempre por delante, Gerhmann tras él pero cada vez un poco más cerca. Cuando el atleta vestido de rojo alcanzaba finalmente al de blanco ya estaban los dos saliendo de la última curva. El del ‘New York Athletic Club’ se aferraba al interior de la pista a la vez que trataba de hacerse lo más ancho posible para que el de Wisconsin, avanzando inexorable por el exterior, no encontrase hueco por el que pasar. Así situados, Wiltt aun entraba ligeramente por delante en la corta recta final. Gerhmann, a su lado, recortaba pulgada a pulgada.

Era la misma situación de tantas otras veces, y en cada ocasión la presa, aprendiendo de la experiencia anterior, ofrecía más resistencia al cazador. Por encima incluso del ensordecedor ruido que atronaba a su alrededor, el de Indiana escuchaba llegar al de Milwaukee. Cuando lo veía aparecer por el rabillo de su ojo derecho se abría algo más para dejarle el menor espacio posible en los metros finales, cuya estrechez era aun mayor al estar ocupados por varios jueces y periodistas, ansiosos por ver lo más cerca posible el apretado final que se estaba desarrollando ante sus ojos. A 20 yardas del final apenas si había aun dos de ventaja para Wiltt, pero Gerhmann llegaba más rápido. Estaba decidido a pasar, aunque el hueco entre su rival y lo poco que quedaba sin ocupar de la parte derecha de la recta era más y más angosto a medida que se acercaban a la meta.

Corriendo literalmente codo con codo, llegaban incluso a tocarse mientras la delgada cinta que marcaba el objetivo de la victoria parecía no llegar nunca para Wilt y acercarse demasiado deprisa para Gerhmann. Al primero los últimos metros se le hacían eternos, para el segundo apenas si eran un corto suspiro. La percepción del espacio y el tiempo no podía ser más relativa y dispar para ambos, condicionada por una difusa mezcla entre el miedo a perder y el ansia por ganar. '¡Tengo que aguantar!' pensaba Wilt, '¡Lo voy a pasar!' se decía a sí mismo Gerhmann. Finalmente, los dos rompían al unísono el delgado hilo de meta, abalanzándose sobre él con ese postrero e instintivo gesto de los atletas para cubrir el último centímetro del recorrido y ganar la última décima al cronómetro. El público acogía esos instantes finales a voz en grito, con gestos de asombro en sus rostros mientras los flashes de las cámaras fotográficas de los reporteros iluminaban la escena y los jueces pulsaban los botones de 'stop' de sus cronómetros. Y nada más ver pasar a ambos, emparejados, la línea de meta, una insistente pregunta se abría camino en la mente de todos y cada uno de ellos... ¿quién había ganado?

Tres fotogramas de un noticiario de la época con el momento de la llegada.

El problema es que nadie tenía la respuesta. A simple vista los dos habían llegado a la vez. Y cuando los jueces consultaban sus relojes el tiempo registrado por ambos contendientes era exactamente el mismo: 4’09”3. Se hacía necesario acudir el sistema de ‘photofinish’ para salir de dudas. Pero al revelar la imagen que se esperaba fuese lo suficientemente esclarecedora, resulta que no lo era en absoluto… es más ¡no se veía nada! Con la excitación de esos últimos y apasionantes momentos finales, uno de los encargados de medir el tiempo se había situado justo delante del objetivo de la cámara que debía inmortalizar la llegada. La prueba gráfica no permitía salir de dudas, los minutos pasaban y el público quería conocer el nombre del ganador de tan fantástica carrera. Entre los jueces había disparidad de opiniones, primero parecía que iban a declarar vencedor a Gerhmann, luego a Wilt. Cada vez que se iba a elevar la decisión a definitiva surgían nuevas dudas y opiniones en sentido contrario. Después del fiasco del salto con pértiga había que resolver este nuevo entuerto, así que el juez árbitro principal, Asa Bushnell, tiraba por la calle del medio, ponía fin a unas deliberaciones que amenazaban con ser interminables y decidía a favor de Gerhmann. El de Wisconsin recibía la preciada copa de plata al igual que doce meses antes, extendía su racha de imbatibilidad y volvía a vencer al del New York Athletic Club, aunque esta vez le hubiese costado más que nunca.

El trofeo de plata que se entregaba cada año al ganador de la Wanamaker Mile.

Pero Wilt no se conformaba con ese cruel desenlace para su extraordinario esfuerzo. Se sentía ganador y no quería renunciar a la victoria. Al día siguiente apelaba ante el comité local de la AAU (Amateur Athletic Union) y este decidía a su favor, derogando la decisión del juez árbitro principal. Algo que, evidentemente, no le sentaba nada bien a Mister Bushnell, que llevaba el caso a la siguiente instancia superior, la delegación metropolitana de la AAU. Pero la autoridad deportiva regional refrendaba el veredicto de la local y el atleta del club neoyorquino seguía siendo considerado vencedor, aunque la copa de plata hacía días que estaba ya mucho más al norte, en la casa de Gerhmann en las afueras de Milwaukee. Además, Bushnell no se conformaba y subía otro peldaño más en su objetivo de ver reconocida su decisión inicial. Elevaba un informe a la federación nacional, que era admitido a estudio para ser analizado en la convención de fin de año. Y allí, por medio de una votación en la que intervenían todos los miembros de la asamblea de la AAU, aunque muchos de ellos no habían visto la carrera, se declaraba definitivamente ganador a Gerhmann por 308 votos a favor y 104 en contra. El atleta de la Universidad de Wisconsin había ganado poco menos que ‘a los puntos’, cómo si de un combate de boxeo se tratara, una carrera de la que, en su fuero interno, siempre se había sentido vencedor por mucho que la apelación de Wilt hubiese cambiado el veredicto a posteriori.

Y así fue cómo, después de todo, la carrera que se disputó sobre una milla en Nueva York y duró 4 minutos, 9 segundos y 3 décimas, acabó decidiéndose definitivamente en Washington, a doscientas millas de distancia y 314 días, 12 horas y 33 minutos más tarde. No es de extrañar que, desde entonces, a la ‘Wanamaker Mile’ de 1950 se la recuerde cómo la milla más larga de la historia.

Imágenes de los Millrose Games del 1951.

Al año siguiente de su espectacular duelo en enero del 1950, Gerhmann volvió a ganar a Wiltt en la milla y Richards superó por fin los 15 pies en el salto con pértiga.

Cómo nota final para este ya también muy largo relato para una carrera tan corta, es de justicia añadir que, poco después, Wilt tuvo al menos su pequeña venganza... ¡y por partida doble además! Primero porque en 1951, tras volver a perder ‘a los puntos’ en otra carrera en el mismo escenario (que ambos volvieron a terminar más que igualados y en la que los jueces votaron 5 a 3 a favor de Gerhmann), rompió unos meses más tarde la racha de imbatibilidad de su rival, que se extendía ya a treinta y nueve carreras, ganándole en la que hubiese redondeado la cifra a cuarenta triunfos consecutivos. Una prueba en la que se impuso Wilt con la decisiva ayuda de su compañero de equipo en el New York Athletic Club, Stuart Ray, que dificultó al máximo la ya clásica remontada de Gerhmann en los metros finales. Cuando el del Wisconsin pudo superar al segundo representante del equipo neoyorquino, su líder ya estaba demasiado lejos y esa vez no tuvo tiempo de alcanzarle y rebasarle antes de la llegada.

Imágenes de los Columbus Games del 1952.

Gerhmann y Wiltt protagonizaron un buen número de carreras en el Madison Square Garden. En la de la milla de este vídeo se impuso Wilt mientras Gerhmann terminó lesionado después de haber sido segundo en la media milla.

Y segundo porque en 1952, en otra carrera disputada en el Madison, en esta ocasión perteneciente a los ‘NYAC games’, se volvió a dar un final tan igualado entre Gerhmann y Wilt cómo el de la ya entonces mítica ‘Wanamaker mile’ de dos años antes. Y, de nuevo, los jueces dieron inicialmente cómo ganador Gerhmann. Pero esta vez la ‘photofinish’ si era válida, y tras un atento visionado de la imagen, que duró alrededor de una hora, cambiaron su decisión y declararon vencedor a Wiltt. Así que, después de todo, tanto uno cómo otro tuvieron sus momentos de gloria en aquellas espectaculares carreras de la milla que llenaban cada año los graderíos del templo del deporte neoyorquino.

MÁS INFORMACIÓN:

THE WANAMAKER MILE - CHAMPIONS LIST - lista de ganadores de la Wanamaker Mile recopilada en la web runningpast.com

SPORTS OF THE TIMES; THE WACKIEST MILLROSE GAMES - Artículo de Ira Berkow publicado en enero del 1985 en el New York Times

THE WANAMAKER MILE’S GLORIOUS HISTORY – artículo de Duncan Larkin publicado en febrero del 2015 en ‘competitor running’

DON GERHMAN – entrevista de Gary Cohen a Don Gerhman publicada en marzo del 2011 en la web garycohenrunning.com.

OLYMPIAN RUNNER DON GEHRMANN LOOKS BACK AT HIS ACCOMPLISHMENTS - entrevista de Gary D’Amato a Don Gerhman publicada en Julio del 2012 en el Journal Sentinel de Milwaukee

FRED WILT, FBI: THE DOUBLE AGENT OF RUNNING – entrevista de Roger Robinson a Fred Wilt publicada en Runners World en febrero del 2015

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