El podcast dedicado a todo lo que tenga que ver con correr, nadar y pedalear
Daniel Ceán-Bermúdez
@daniel_cean

Es el momento que han estado esperando durante años. Una vuelta a la pista les separa de la gloria. Menos de cincuenta segundos desde que, agachados ya en los tacos de salida, escuchen la orden de ”¡¡Preparados!!” hasta que crucen la meta exhaustos tras haber gastado hasta el último gramo de fuerza que les quede. Es el día 6 de septiembre del 1960 y el cielo está cubierto sobre el estadio Olímpico de Roma. La ciudad eterna. El lugar al que conducen todos los caminos, por lejano y distante que sea su origen. Tan lejano y distante como el de tres de los seis finalistas, los que más suenan en los pronósticos previos: un estadounidense de raza negra, un alemán nacido en América y un Sij que representa a la India. Para llegar hasta ahí los tres han recorrido un largo trecho, y no sólo por la distancia desde sus países a la capital de Italia.

OTIS DAVIS: DE ALABAMA A ROMA PASANDO POR INGLATERRA


Al pequeño Otis le gustaba creer que aquellos aplausos eran para él. En realidad, los vítores del público que escuchaba procedían de la radio en la que retransmitían un partido de béisbol mientras él jugaba en el patio de casa. Golpeaba la pelota de trapo con el palo de madera que usaba como bate. Y cada vez que acertaba cuando se oía una lejana ovación se veía a si mismo corriendo las bases para anotar un victorioso ‘homerun’. Su imaginación le hacía disfrutar de esos momentos que la realidad difícilmente le podía ofrecer. Porque crecer en la Alabama de los años cincuenta no era precisamente fácil para un joven de raza negra, huérfano de padre y criado por su abuela mientras su madre trabajaba para conseguir el sustento necesario. Sobrevivir ya era un triunfo, conseguir éxitos y aplausos resultaba mucho más complicado e improbable.

Años después, el joven Otis era un chico alto y delgado, con aspecto enclenque, que, cansado de la segregación racial, se enroló en las fuerzas aéreas para escapar del profundo sur. En el ejército la situación era mejor, allí era uno más y se sentía bien. Además, su cuerpo se desarrolló con el ejercicio y comenzó a practicar deporte más en serio. Ganó peso y musculatura y empezó a destacar por su capacidad para el salto, lo que unido a su 1.85 de estatura le dirigió al baloncesto, que no se le daba nada mal. Así que de vuelta a casa y la vida civil, tras completar cuatro años de servicio destinado en Inglaterra, ya no volvió a su estado natal. Se fue a la costa Oeste, a Los Ángeles, dónde formó parte del equipo de básquet de uno de los mejores institutos de la zona. Fue una temporada llena de éxitos, con treinta y cuatro victorias en treinta y cinco partidos. Unos triunfos en los que tuvo mucho que ver aquel espigado muchacho que parecía tener muelles en las piernas. Tanto como para que su forma de moverse sobre la cancha llamara la atención de los ojeadores de la Universidad de Oregón, que le ofrecieron una beca para jugar al baloncesto pese a que tenía ya 26 años de edad. Sin embargo, su entrenador no acababa de ver en Otis más que un suplente de buenas condiciones físicas al que utilizar para dar algún que otro respiro a los titulares. Por mucho que el de Alabama se empleara a fondo en los entrenamientos, el técnico nunca lo tenía en cuenta para el quinteto inicial. Pero su capacidad para correr y saltar mucho más que el resto de sus compañeros no pasó desapercibida para el responsable de atletismo de la institución académica: el ya entonces prestigioso Bill Bowerman.

Era la gran ocasión para Otis. Desencantado con su falta de oportunidades para brillar en la cancha de baloncesto, decidió cambiar de deporte y, con 26 años, empezó a practicar el atletismo. Dada su estatura y su capacidad de batida su prueba fue inicialmente el salto de altura. Pero la rapidez que mostraba en los entrenamientos hizo que Bowerman se decidiera a probarlo también en las competiciones de velocidad. Técnicamente era un desastre, tanto saliendo desde los tacos como corriendo, con una extraña postura muy erguida y con el tronco hacia atrás. Pero su poderoso sprint le permitía batirse contra corredores más jóvenes y mucho más expertos, aunque la mayoría de las veces las pruebas de 100 y 200 se le quedaban cortas. Perdía demasiado tiempo en los primeros metros como para poder recuperarlo después. A la vista de ello, su entrenador optó por cambiarle de distancia. Pese a su tardío inicio en el atletismo y su falta de técnica, el potencial de aquel larguirucho y entusiasta muchacho era indudable, En las carreras de 440 yardas y de 400 metros tendría más oportunidades.

Así fue como, en sólo su segunda temporada en las competiciones de atletismo, la del año olímpico de 1960, el novato corredor de la Universidad de Oregón, Otis Davis, se encontraba de repente peleando con los mejores del país en la carrera de la vuelta a la pista. Seguía alternando las victorias con las derrotas a medida que iba aprendiendo a salir mejor, a correr por calles más interiores o exteriores y a dosificar las fuerzas para no arrancar demasiado fuerte pero llegar fundido a la recta final o comenzar demasiado conservador y no poder recuperar todo el terreno perdido después. Todo ello hacía que sus resultados fuesen tan irregulares como para ganar el campeonato nacional con un tiempo de 45”8 y, poco después, ser el tercero, con 46”7, en los ‘trials’ de selección para los Juegos Olímpicos de Roma. Puesto que, en todo caso, y aunque fuese con muchas dudas por parte de los técnicos, le otorgaba plaza para el equipo de Estados Unidos en las pruebas de 400 metros y el relevo 4x400.

Apenas dos años después de empezar a practicar el atletismo, y sin haber pensado nunca que aquello fuese a ocurrir, por mucha imaginación que le echaba a la vida cuando jugaba de pequeño en el patio de casa, Otis Davis, a punto de cumplir los 28 de edad, iba a debutar en la gran fiesta del deporte mundial siendo toda una incógnita.

CARL KAUFFMAN: DE MANHATAN A ROMA PASANDO POR KARLSRUHE


Al pequeño Charly le gustaba cantar y jugar al fútbol. Lo primero lo hacía, y muy bien según comentaban todos los feligreses, en el coro de la iglesia de San Bernardo, en Karlsruhe, ciudad de Alemania a la que fue a parar después de una curiosa pirueta del destino. Sus padres eran alemanes, pero habían emigrado a principios de siglo a Estados Unidos y Carl (ese era su nombre de pila aunque todos lo conocían por Charly) había nacido en Manhattan el 25 de marzo de 1936. Tres años más tarde, lo que se suponía iba a ser una corta visita a la familia que aún tenían en su país de origen se convirtió en un viaje sin retorno cuando el estallido de la segunda guerra mundial los dejó atrapados en la capital del estado de Baden, cerca de la muy disputada frontera franco-germana. Fue una época difícil, llena de privaciones en un país que se iba derrumbando a su alrededor a medida que avanzaba la contienda y la euforia inicial del III Reich acabó dando paso a la realidad del desastre bélico y sus terribles consecuencias.

Años después, el joven Carl era un chico alto y apuesto para el que la guerra ya era en un lejano recuerdo. Estudiaba música y teatro en la escuela de artes escénicas de su ciudad de adopción, tenía mucho éxito con las chicas y jugaba al fútbol, deporte que probablemente nunca habría descubierto de haber seguido viviendo en los Estados Unidos. De todas formas, aunque no era nada malo con el balón en los pies, destacaba mucho más por su rapidez sobre el césped que por su precisión golpeando el esférico. Hasta el punto de que su profesor de educación física, Emil Welschinger, decidió que tenía que cambiar de deporte, dejar el fútbol y probar con el atletismo.

Era la gran ocasión de destacar para aquel muchacho al que todo se le daba bien. Porque, además, lo de correr resulta que se le daba todavía mejor que cantar, actuar o captar la atención de su cada vez mayor grupo de jóvenes admiradoras. Ganó su primera carrera local de 100 metros y, con apenas veinte años de edad, pronto empezó a acumular victorias a nivel nacional en las pruebas de velocidad, tanto en los 100 como en los 200 metros. En esta última distancia logró batir a la gran estrella de entonces, su compatriota y doble campeón europeo de 100 y 200 Heinz Fütterer. Un triunfo que le convertía en favorito para las medallas en los Juegos Olímpicos que se iban a disputar en Melbourne a final del 1956. Sin embargo, una serie de lesiones cortaban su progresión, le impedían acudir a la anhelada competición olímpica y le hacían cambiar de distancia, abandonando las más cortas para centrarse en la prueba de los 400 metros. Dos años más tarde, en el 1958, estaba ya entre los mejores de la vuelta a la pista y se clasificaba para la final del campeonato de Europa celebrado en Estocolmo. Una carrera que era todo un duelo entre Alemania y Gran Bretaña, con dos representantes de cada país. Los británicos se imponían ocupando las dos primeras posiciones con John Wrighton y su tocayo John Salisbury, mientras que los germanos terminaban exactamente con el mismo tiempo de 47 segundos justos en lucha por la medalla de bronce, que era para el compañero de equipo del joven Carl, el veterano medallista en Melbourne Karl-Friedrich Haas. Al día siguiente, los dos formaban parte del equipo de su país en la final del relevo 4x400, en la que de nuevo tenían que ceder ante los representantes de su graciosa majestad. Esta vez, al menos, terminar por detrás de los dos Johns, de otro atleta más con igual nombre, apellidado MacIsaac, y de Ted Sampson, les valía a Carl, Karl-Friedrich y sus compañeros Manfred Poerschke y Johannes Kaiser la consecución de la medalla de plata.

Así fue como inició Carl Kaufmann su asalto a la élite mundial. Su progresión era imparable y a finales de la siguiente temporada ya era el cuatrocentista más rápido de Europa. A su primer record continental, un 45”8 logrado el 15 de septiembre del 1959 que le convertía en el primer europeo en correr la vuelta a la pista en menos de los 46 segundos logrados por el legendario Rudolf Harbig veinte años antes, le añadía Carl dos plusmarcas más en los siguientes diez meses. El 15 de junio del 1960 mejoraba su registro previo en una décima. Y el 24 de julio, en vísperas ya de los Juegos Olímpicos, recortaba tres décimas más con un 45”4 que le situaba a sólo dos décimas del record mundial, en poder del estadounidense Lou Jones con 45”2 desde junio del 1956.

Apenas dos años después de centrar sus esfuerzos en la prueba de los 400 metros y con 24 años recién cumplidos, Carl Kaufmann iba a debutar en la gran fiesta del deporte mundial siendo uno de los favoritos para la consecución de la medalla de oro.

MILKHA SINGH: DE PAKISTAN A ROMA PASANDO POR LA INDIA


Al pequeño Mllkha le gustaba correr sobre las dunas a la orilla del río. La inocencia infantil le permitía disfrutar de la vida en aquella remota aldea del Punjab, junto a sus padres y sus catorce hermanos, ajeno a la convulsión política que amenazaba la paz en el norte de la India. Pero las disputas eran cada vez más fuertes entre los musulmanes, los hindús y los suyos, los sij. Hasta que un día la violencia se desataba en la región y alcanzaba de lleno a su familia. Sus padres y tres de sus hermanos caían ante sus ojos, víctimas de los disturbios que acabaron produciendo el nacimiento de Pakistan como estado independiente. Aterrorizado, echaba a correr y no paraba hasta que, a quince kilómetros de su destrozado hogar, lo encontraba, exhausto, un convoy en retirada del ejército hindú que lo traslada muy lejos, al interior del país.

Años después, el joven Milkha era un muchacho alto y desgarbado, de tez muy morena y carácter adusto. La vida en los campos para los refugiados que habían tenido que huir de la persecución sufrida por los Sij en el norte, era muy dura. Las pocas oportunidades que ofrecían los suburbios de Nueva Delhi estaban relacionadas con actividades fuera de la ley. Poco faltaba para que aquel chaval solitario, con triste pasado y oscuro porvenir, se convirtiera en lo que allí conocían como un ‘dacoit’ (bandido). Sucedía tras conocer a unos cuantos durante los quince días que pasó en prisión al ser sorprendido viajando sin billete en un tren de cercanías. Lo salvaban la generosidad de su hermana, que empeñaba sus únicos pendientes para pagar la fianza, y la insistencia de su hermano mayor, que había servido en el ejército británico durante la segunda guerra mundial y le recomendaba alistarse.

Era la gran ocasión de integrarse en una sociedad para la que hasta ese momento era uno más de los muchos parias que pululaban sin recursos por las atestadas calles. En el ejército, Milkha encontraba la camaradería que le había faltado hasta entonces. Y aunque el régimen militar era muy duro, la exigencia y el rigor físico no eran nada comparadas con la vida que había llevado hasta entonces. Además, descubría poco menos que de casualidad la que sería su gran pasión, el atletismo. Un día se enteraba de que en su unidad se organizaba una carrera de campo a través, se apuntaba para no ser menos que sus compañeros y aunque padecía lo suyo durante la competición, de la que estaba a punto de retirarse, aguantaba hasta el final y terminaba entre los primeros. No era una casualidad, aquel muchacho estaba acostumbrado a sufrir y a no rendirse, dos cualidades clave para destacar en el deporte. Poco después entraba a formar parte del equipo del ejército. Era rápido y era resistente, justo lo que hacía falta para la prueba de los 400 metros, en la que pronto empezaba a destacar hasta convertirse en el mejor corredor de su país y ganar una plaza en el equipo olímpico de la India para los Juegos de Melbourne en 1956.

Así fue como Milkha Singh debutó en el más importante escenario del deporte internacional. Pero una cosa era ser el más rápido de la India y otra enfrentarse a los mejores del mundo. Le tocaba una serie de sólo cuatro participantes, de los que tres se clasificaban para la siguiente ronda. Pero sus tres oponentes corrían por debajo de 48 segundos, un registro que aún no estaba a su alcance. Su tiempo de 49”07 le hubiera permitido clasificarse en casi cualquier otra serie, pero en la suya le relegaba al cuarto puesto. Había sido eliminado a las primeras de cambio y había aprendido la lección. Tenía que entrenar mucho más, tenía que dedicarse por completo, en cuerpo y alma, al atletismo si quería estar a la altura de los sueños de gloria que empezaba a tener. Unos sueños basados en su fortaleza de cuerpo y mente que comenzaron a hacerse realidad poco después, en la temporada del 1958. Fue un año extraordinario para el corredor llegado del lejano Punjab. Doble campeón nacional en 200 y 400, campeón de Asia en ambas distancias y medalla de oro en la prueba del cuarto de milla de los juegos del Imperio Británico y la Commonwealth celebrados en Cardiff. De repente era toda una celebridad, sobre todo cuando dos años después, en el 1960, venció a sus miedos y rencores de infancia para volver a su tierra natal, ahora territorio paquistaní, donde se enfrentó al campeón nacional, Abdul Khaliq, y logró una rotunda victoria que le valió, para siempre, el apelativo de ‘El Sij Volador’.

Apenas unos meses más tarde, Milkha Singh, a los cuatro años de su discreto debut olímpico en Australia y tras bajar por primera vez de los 46 segundos en un mitin previo, en París, retornaba en Roma a la gran fiesta del deporte mundial siendo uno de los grandes aspirantes a las medallas.

ROMA 1960: UNA VUELTA A LA PISTA DEL ESTADIO OLÍMPICO


Para los tres ha sido un largo camino. Ahora están preparados para completar la última parte del trayecto. La más corta. La más decisiva. Una vuelta a la pista que va a comenzar de un momento a otro…

“¡¡Listos!!”

La voz resuena en el respetuoso silencio del público que llena las tribunas. Carl Kauffman,en la calle 2, Otis Davis, en la 4, y Milkha Singh, en la 6, esperan impacientes a que el juez de llamativa chaqueta anaranjada que la ha gritado, efectúe el disparo de salida. Junto a ellos están, en la calle 3, otro estadounidense, Earl Young (que hace honor a su apellido con su edad, sólo 19 años), en la 5 Malcolm Spence (pero no el explosivo jamaicano de igual nombre que muchos esperaban si no el sudafricano que ya había sido finalista en Melborne cuatro años antes), y en la 7 otro alemán, Manfred Kinder (de 22 años y para quien, a la vista de sus marcas y las de sus rivales, llegar hasta ahí ya colma sus ambiciones).

“¡¡¡Bang!!!”

El estruendo de la señal de partida se mezcla con el griterío del público mientras los seis atletas abandonan lo más rápido que pueden la incómoda posición agazapada desde la que inician la competición. Por la calle más exterior, el joven Kinder ve con el rabillo del ojo la figura de Singh, inconfundible con su barba y su melena al viento coronada por el típico moño de los Sijs. El atleta de la India se acerca con rapidez al germano a lo largo de la primera curva. Pero más deprisa aún viene por su izquierda el sudafricano Spence, cuya silueta es una lejana mancha oscura en la distancia de la contrarecta para el estadounidense Davis y su compatriota Young, mientras por la calle más interior de todas Kauffman se aproxima a este último.

Spence sigue lanzado a la entrada de la última curva, que alcanza en cabeza tras haberles cogido ya la compensación a Singh y Kinder. El germano sabe que no tiene opciones. El hindú aún confía en las suyas y piensa que el sudafricano, al que ha ganado en los Juegos de la Commonwealth dos años antes, está gastando demasiadas fuerzas y no podrá mantener ese ritmo suicida. Un ritmo que está calcando Davis por el centro y trata de seguir también Kauffman por el interior, dejando ambos claramente atrás a Young.

A mitad de curva, con 250 metros ya recorridos y 150 aún por delante, Spence empieza a ceder pero Singh no consigue superarle. En cambio, Davis, que ha ido a más en cada ronda clasificatoria, hasta batir el record olímpico en semifinales con 45”5, avanza con imparable decisión, perseguido por Kauffman, que se esfuerza por no ceder demasiado terreno.

En la recta ya no hay duda, la victoria va a estar entre el nuevo recordman olímpico, Otis Davis y el plusmarquista europeo, Carl Kauffmann. El estadounidense ha iniciado el último cien con seis décimas de ventaja pero empieza a perder parte de su fabuloso empuje anterior. Su extraño modo de correr, con el tronco muy erguido y ligeramente inclinado hacia atrás, se acentúa mientras el alemán no descompone la figura y va recortando la distancia centímetro a centímetro.

A cincuenta metros de meta están ya casi a la par. Davis va aún ligeramente por delante, aunque cada vez más crispado, pero sus largas y potentes piernas siguen impulsándole en busca de la ansiada cinta de llegada. Kauffman resiste mejor la inevitable pérdida de velocidad pero, pese a todo su empeño y su superior técnica de carrera, no acaba de alcanzar a su rival.

Cuando pisan la ‘parrilla’ final, ambos lo hacen prácticamente a la vez y Davis, al límite de sus fuerzas, mira a su izquierda para ver como Kauffman sigue con los ojos fijos al frente y se dispone a superarle. Pero el germano ha gastado ya también todo lo que tenía y no le queda otra opción que buscar la meta lanzando su cuerpo hacia delante. Es un último y desesperado esfuerzo que le lleva a cruzar la línea de llegada en plena caída justo cuando el norteamericano la ha atravesado de pie mientras le ve desplomarse.

Imágenes de la final masculina de 400 metros lisos en los Juegos Olímpicos de Roma 1960

A simple vista es imposible saber cual de los dos ha ganado. Los jueces consultan sus cronómetros y una cosa ya está clara a la vista de la posición de las manecillas, detenidas en 44”9. Ambos han batido el record del mundo y, además, son los dos primeros hombres en correr los 400 metros en menos de 45 segundos. Para saber el nombre del vencedor es necesario recurrir a la novedosa tecnología de la ‘photo-finish’. La deliberación dura un cuarto de hora. Quince minutos que se hacen todavía más eternos para Carl y Otis que lo interminable que les han parecido los últimos instantes de la carrera. El alemán va recuperando el resuello poco a poco, rodeado por sus compañeros de equipo. El americano se mueve de aquí para allá, solo y nervioso. Finalmente, un juez abandona la reunión con el resto de árbitros y se dirige a Davis, le dice algo y este levanta los brazos jubiloso… ¡la medalla de oro es suya! El primero en felicitarle es Singh, que no ha podido remontar en la recta final como esperaba y se tiene que conformar con la decepción del cuarto puesto pese a haber corrido más deprisa que nunca, en 45”6. El bronce es para el sudafricano Spence con 45”5. Y la plata se convierte en el premio al esfuerzo de Kauffman, empatado a la décima con el ganador, el mismo cruel destino que cuando dos años antes fue cuarto en el europeo con igual registro que el medallista de bronce.

Photo-finish de la final de 400 metros, arriba Carl Kauffman, abajo Otis Davis

Dos días después, Otis Davis y Carl Kauffman se vuelven a enfrentar en la misma pista. Esta vez son los dos últimos relevistas de los equipos de Estados Unidos y de Alemania en la final del 4x400. Y aunque en su posta el germano es ligeramente más rápido (44”9 por 45”0 de su rival), el estadounidense, que ha recibido el relevo primero, no cede y conserva la ventaja suficiente como ganar su segunda medalla de oro y añadir a su cuenta otro record mundial (3’02”2), compartido este en un fraternal abrazo con sus tres compañeros blancos en el ‘Team USA’ Jack Yerman, Earl Young y Glenn Davis.

Otis Davis cruza la meta para Estados Unidos en la final del 4x400 por delante de Carl Kauffman, último relevista de Alemania

El largo camino de Otis Davis le llevó finalmente desde escuchar vítores dedicados a otros a través de la radio, en los suburbios de Alabama, a ser aclamado en directo dos veces por un estadio lleno en Roma. A Carl Kauffman otros aplausos le llegarán pronto en escenarios muy diferentes, los de los teatros, en los que triunfará como tenor de ópera.

Cartel de la película sobre la vida de Milkha Singh

Para Milkha Singh, el único de los tres que no ha conseguido la ansiada medalla olímpica, habrá durante un tiempo más decepción que alegría, más incómodos silencios que ovaciones pese a que su crono para terminar cuarto en Roma se mantendrá como record de la India durante más de cuatro décadas. Sin embargo, con el paso de los años su figura irá ganando prestigio. Y es mucho más reconocida desde que, en el 2013, la prolífica industria de Bollywood le dedicó una taquillera película, titulada 'Bhaag Mikha Bhaag' (Corre Milkha corre). Una cinta que, aunque sea con las típicas licencias propias de las producciones para la gran pantalla, recrea con merecida admiración su trayectoria desde el lejano Punjab hasta esa carrera de Roma en la que su vida de cine confluyó con las no menos dignas de película de Otis Davis y Carl Kauffman.

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