LOS FINALES NO SON SIEMPRE CÓMO NOS GUSTARÍA QUE FUESEN

Campeonato del Mundo de Atletismo – Londres 2017: Jornada 9

A casi todo el mundo le gustan las historias con final feliz. Esas películas en las que el héroe termina triunfando contra todo y contra todos. Especialmente si es un héroe simpático, un tipo que resulta admirable por su talento y, además, cae bien por su personalidad. En el deporte, ese final feliz se asocia especialmente con la victoria. Y si esta se consigue en el último momento mejor que mejor. Por eso, la final del 4x100 masculino, la prueba que cerraba el programa en la penúltima jornada de los mundiales de atletismo de Londres, se presentaba cómo el sueño de un guionista de ese tipo de historias. Sobre el estadio de la capital británica se daban todos los ingredientes, desde el protagonista hasta los rivales pasando por las circunstancias. Cómo personaje principal estaba, obviamente, Usain Bolt, un héroe simpático y de talento descomunal que, además, estaba ante la que debía ser su despedida de la alta competición. Circunstancia ideal esta para una última y gloriosa victoria, lograda superando ‘in extremis’ a unos duros rivales. Y de estos había de sobra, con el equipo británico habiéndose mostrado casi tan rápido como el de Estados Unidos en las semifinales, los dos corriendo más rápido que la escuadra jamaicana, en la que Bolt ya había actuado por la mañana en la última posta.

Con todo ello, ese guionista imaginario habría descrito los instantes previos a la carrera y los primeros 320 metros de la final exactamente cómo se produjeron. La noche sobre el estadio, con sus tribunas abarrotadas de entusiasmados espectadores. La pista iluminada por las luces para realzar el colorido de las equipaciones de los atletas y hacer destacar aún más el brillante amarillo del equipo del héroe. Los gestos alegres y confiados de Bolt y sus compañeros, en acusado contraste con el semblante serio y concentrado de sus rivales. La ovación del público cuando los altavoces presentan a su favorito. El silencio absoluto, religioso, cuando los primeros relevistas se aprestan a tomar la salida. La explosión de vítores que sigue al sonido del disparo inicial. El frenético ritmo de cada breve posta. El tenso instante de cada paso del testigo al siguiente compañero. La llegada del preciado objeto cilíndrico a manos de Bolt, que lo espera impaciente y lo recibe en tercera posición, con cien metros por delante, sus últimos cien metros en un mundial, para remontar la distancia que le llevan el británico y el estadounidense. Justo todo eso pasó exactamente así, o al menos así lo vivimos quienes lo vimos por televisión.

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Pero, entonces, la realidad, que acostumbra a ser cruel más veces de las que nos gustaría, decidió apartarse de ese guion en el que, indudablemente, Bolt habría alcanzado y rebasado a Coleman y a Mitchell-Blake para cruzar la meta el primero, despidiéndose cómo campeón con una gloriosa vuelta a la pista, envuelto en la bandera de Jamaica y abrazándose a sus compañeros mientras el estadio entero, en pié, estallaba en una atronadora ovación. En vez de todo ello lo que ocurrió fue un inesperado y doloroso anticlímax. Apenas unos metros después de iniciar la última posta, cuando Usain aceleraba en busca de ese último oro o, al menos, de una postrera plata con la que cerrar una carrera deportiva inigualable, su avance se frenaba prácticamente en seco. Algo había fallado en el delicado mecanismo de precisión de su cuerpo. Bolt no sólo no iba a ganar su última carrera en un mundial, ni siquiera podía terminarla. Los últimos gestos en su rostro al abandonar el estadio eran de dolor y contrariedad en lugar de ser de contagiosa alegría. Era el peor final posible, el que ninguno nos habíamos imaginado que podía ocurrir, el que ningún guionista se atrevería a escribir. La decepción ante el inesperado y triste final del ídolo, cuya maravillosa trayectoria atlética merecía un mejor colofón, era enorme. Para el público británico lo era algo menos, endulzada en parte por el lógico entusiasmo ante la fabulosa victoria del cuarteto local, que se imponía a los archifavoritos de Estados Unidos.

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Además, el gran triunfo de su equipo de relevos compensaba en buena medida a los aficionados ‘de casa’ en el estadio londinense el mal sabor que les había dejado la otra carrera más esperada del día, la final del 5000 masculino. La prueba que debía suponer la despedida triunfal de Mo Farah antes de abandonar las pistas para buscar nuevos éxitos en las competiciones de ruta, se presentaba cómo un calco del 10000 celebrado la semana anterior. Un duelo desigual entre Mo Farah y el resto de atletas, con los nacidos en África cómo principales antagonistas. Desigual a favor de estos últimos desde el punto de vista numérico. Desigual a favor del británico de origen somalí en cuanto a clase, fuerza y palmarés. Su demostración de poderío en la carrera de los diez kilómetros había sido tan impresionante cómo para aumentar todavía más la sensación de que batirle era imposible. Por mucho que entre los finalistas estuviese el keniata nacionalizado estadounidense, Chelimo, y que los etíopes tuviesen una potente triple representación en la línea de salida, encabezada por el rápido Edris, resultaba complicado imaginar que alguno de ellos lograse evitar un nuevo doblete de Farah en las dos distancias más largas que se disputan en el estadio.

El dilema para todos ellos era el mismo al que se habían enfrentado los rivales del británico en el diez mil… ¿marcar un ritmo fuerte para intentar desgastarle, con el riesgo de agotarse ellos antes, o ahorrar fuerzas al máximo y tratar de sorprenderle al final, aun a sabiendas de su rapidez en los últimos metros? De entrada, parecía que el muy motivado Chelimo optaba por la primera opción cuando se ponía al frente de las operaciones nada más iniciarse la prueba y estiraba el grupo en la vuelta inicial. Pero se trataba de un gesto sin más significado que el muy gráfico y amenazador hacia el ídolo local que había hecho en la presentación de atletas. El representante del ‘Team USA’ desistía pronto en su empeño y la carrera se ralentizaba muchísimo. Tanto como para que el australiano Patrick Tierman, uno de los que peor marca tenía de los quince participantes, se escapase en cabeza, al estilo de esos ciclistas que se fugan en una larga etapa del Tour, con el consentimiento de pelotón y sin esperanza alguna de llegar en solitario a la meta.

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Así que, cuando el intrépido ‘aussie’ era alcanzado a falta de menos de tres vueltas y, poco después, con sólo 600 metros ya por delante, Farah tomaba el mando y apretaba el acelerador, parecía que estábamos asistiendo a una repetición de lo visto siete días antes. Entonces, el británico se había convertido en un muro infranqueable contra el que se habían estrellado los últimos y desesperados intentos de todos sus rivales. Pero esta vez era diferente. El cambio de ritmo de Farah no era tan brusco, las fuerzas de sus oponentes eran menos escasas después de una carrera mucho menos exigente. Al toque de campana el primero que pasaba no iba vestido de blanco británico si no de verde-amarillo etíope… ¡y también el segundo! Kejelcha y Edris le habían rebasado antes de iniciarse el último 400, que Farah afrontaba en una inusual tercera posición. Lo que había sido imposible en el diez mil estaba pasando en el cinco mil. Los dos etíopes seguían al mando en la contra-recta, al británico le costaba seguirles y, además, Chelimo surgía amenazador justo tras él. En la última curva, Kejelcha y Edris seguían por delante mientras Chelimo se emparejaba con Farah por el exterior. Los cuatro entraban en la recta final. El británico intentaba pasar por el interior la doble barrera etíope, que le tapaba el avance, a la vez que el estadounidense probaba a franquearla por el exterior. Entonces, Kejelcha cedía y, al hacerlo, dejaba un inesperado hueco por la cuerda que Farah trataba de aprovechar. Pero ya era tarde, sobre todo porque Edris estaba terminando con más fuerza. El quinto doblete 5000-10000 se esfumaba, el cuarto oro mundial consecutivo en el 5000 se le escapaba al británico, que tenía que conformarse finalmente con una despedida de plata ante su público. El mundial de las sorpresas sumaba una más a su ya larga lista de resultados más o menos inesperados o, directamente, impredecibles.

Las despedidas sin última victoria de Bolt y Farah acapararon, cómo es lógico, el máximo protagonismo en la larga jornada del sábado. Pero en el caso de los aficionados españoles, lo compartieron con la que, tal vez, fuese también la última gran competición de la fabulosa Ruth Beitia. La saltadora de altura cántabra había pasado con apuros a la final, y los fríos datos nos decían que iba a tener poco menos que imposible despedirse (si es que lo de ayer fue una despedida) desde el podio, aunque fuese con un bronce en lugar de otro rutilante oro cómo el que nos había emocionado en Río apenas un año antes. Desgraciadamente, la realidad se imponía y Ruth no podía franquear el listón situado en 1.92, lejos de la altura necesaria para optar a esa nueva medalla que, por su extraordinaria trayectoria, hubiese merecido para despedirse (¡si es que se va!) por una puerta aún más grande que la que atravesará cuando, finalmente, decida dejar de saltar listones para hacer realidad sus sueños.

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Así que, después de todo, Farah no se despidió de las pistas con otro oro, Bolt se tuvo que ir cojeando en vez de dando saltos para celebrar un último triunfo, y Ruth acabó vertiendo lágrimas de emoción menos alegres de las que nos hubiese gustado. Pero no todo fueron decepciones, la novena jornada de los mundiales también nos dejó una satisfacción a los que somos unos románticos incurables en esto de ver deporte… ¡en el 100 vallas femeninos ganó Sally Pearson! La veterana australiana, campeona del mundo en el 2011, y oro olímpico en Londres al año siguiente, volvía en estos campeonatos a la élite desde el infierno de dos años de lesiones tras la caída en la Diamond League de Roma en la que se fracturó una muñeca. Un desafortunado lance que no fue sino el primero de los varios contratiempos que la mantuvieron fuera de combate hasta su retorno a principios del 2017 en el campeonato de Australia, dónde logró una emocionante victoria.

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Pero una cosa era ganar el título nacional y otra volver a ser la mejor a nivel mundial. Especialmente con rivales cómo la fantástica Kendra Harrison, líder mundial de la distancia que llegaba a Londres en plena forma y cómo máxima favorita al oro. En semifinales, la australiana daba toda una demostración de fuerza y ganas, venciendo con autoridad su carrera mientras la estadounidense sufría para clasificarse después de tropezar con la primera valla y tener que remontar el ritmo y el terreno perdido. Algo poco menos que imposible en una prueba tan corta y técnica, pero que conseguía en otra exhibición más de su extraordinaria rapidez y que, si cabe, la convertía en aun más favorita. Pero Pearson no había llegado hasta Londres para terminar segunda. La decisión con la que la habíamos visto atacar las vallas en la carrera previa se acrecentaba en la prueba final. Su salida era perfecta, la de Harrison no tanto. Y mientras la australiana pasaba cada obstáculo sin siquiera rozarlo, la estadounidense apenas dejaba alguno sin tocar y hasta derribar, cediendo terreno en cada impacto.

Y aunque Dawn Harper-Nelson, la eterna rival de Pearson, la mujer que la había ganado en los juegos de Pekín del 2008, la que había llegado justo tras ella en los de Londres 2012, corría mucho mejor que su compatriota, no podía hacer nada por evitar que Sally volviera a ganarla en la capital británica. La australiana se lanzaba con furia sobre la línea para conseguir su segundo título mundial. Un triunfo muy especial después de todo el sufrimiento que había vivido para recuperarse de las lesiones. Una victoria que, aunque no creo que sea la última de la australiana, sí que nos dejaba, unida a la decimoquinta medalla mundialista de la inmortal Alison Felix, campeona junto con sus compañeras del equipo de Estados Unidos en el 4x100 femenino, nos dejó al menos, una historia de esas de película con ‘final feliz’ en un día que, en todo caso, será recordado por los otros desenlaces mucho menos idílicos que nos acabó deparando.

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