LOS 800 METROS DEL ATLETISMO OLÍMPICO, DE WOTTLE A RUDISHA

Correr siempre se me ha dado fatal. Y, aparte de por mi afición a prácticamente todo tipo de deportes desde que era un crío, tal vez por eso siempre me ha causado admiración ver competir a los grandes atletas. Probablemente porque pocas cosas impresionan más que observar a alguien haciendo con éxito lo que para ti resulta absolutamente imposible.

Para uno como yo, que a duras penas terminaba, último y rezagado, cualquier carrera de, como mucho, 1000 metros que nos hacían disputar en las clases de gimnasia, en mis años de BUP, la contemplación de los mejores atletas desplazándose a toda velocidad por el tartán de las pistas no puede menos que despertar, por igual, admiración y envidia. Es inevitable que me pase por la cabeza ese pensamiento de ‘¡Quien tuviera esa velocidad en las piernas y esa resistencia en el corazón!’. Porque, en mi caso, velocidad poca… ¡y resistencia ninguna! Así que, falto de ambas cualidades, son los atletas que mejor las aúnan quienes me han llamado más la atención a lo largo de los años. Y si hay una prueba atlética en la que ambas virtudes son necesarias casi en igual medida esa es la de los 800 metros lisos.

La carrera de las dos vueltas a la pista es demasiado larga para un velocista y demasiado corta para un fondista. Se trata de una distancia que se encuentra a medio camino entre la explosividad necesaria para ganar en las más breves y el fondo imprescindible para aguantar el ritmo en las más prolongadas. Porque has de ser rápido, para poder imponer tu punta de velocidad en la última recta, pero también tienes que ser resistente para no llegar ‘fundido’ a esos metros finales. Una conjunción de cualidades difícil de compaginar, como bien demuestran las muy dispares tipologías y estilos de muchos de los corredores que han triunfado en los 800 metros de la categoría masculina a lo largo de la historia.

EL DE ‘LA GORRITA’

Una historia, que en lo que a mi respecta como espectador, y si nos ceñimos sólo a las finales olímpicas en la categoría masculina, comenzó allá por 1972, cuando ya no me perdía una carrera (o cualquier otra competición) de aquellos juegos de Munich, tristemente más célebres por la acción terrorista contra la delegación israelí que por las hazañas de los deportistas que tomaron parte en ellos. Entonces, me maravilló ver, en la tele aun en blanco y negro, como un desgarbado atleta, (‘el de la gorrita’, lo definía el comentarista), era capaz de remontar de forma poco menos que imposible para pasar el primero la línea de meta después de haber empezado la carrera el último y rezagado. Se trataba de un joven estadounidense llamado Dave Wottle, de apenas veintidós años de edad y natural de un pueblecito de Ohio, cuyo nombre y figura me quedaron grabados por lo inusual de su atuendo y su forma de plantear y ejecutar las carreras.

Lo del atuendo llamaba la atención de inmediato, porque Wottle iba tocado siempre con una gorra blanca que, al parecer, utilizaba en sus inicios para mantener bien sujeta su larga cabellera rubia y que, posteriormente, mantuvo, aun cuando ya llevaba el pelo más corto, por mera superstición y como una especie de amuleto de la suerte.

Y lo de su forma de correr era aun más llamativo, porque Wottle competía y ganaba de un modo realmente sorprendente y más propio de una película de Hollywood, de esas en las que el protagonista empieza la carrera fatal, parece imposible que vaya a triunfar pero, en el último momento acelera y lo logra superando a todos sus rivales en los últimos metros. Justamente así se clasificó el estadounidense para la final de aquellos 800 metros de los Juegos del 72. Y exactamente del mismo modo se impuso Wottle en la final, disputada en el espectacular Estadio Olímpico de Munich, logrando una medalla de oro que parecía destinada a colgar del cuello del soviético de origen ucraniano Yevhen Arzhamov.

MUNICH 1972

Cuando se dio el pistoletazo de salida, el americano ‘de la gorrita’ salió despacio y en última posición, como si con él no fuera la cosa mientras sus siete rivales se afanaban por sprintar ya en los primeros metros para conseguir una buena posición en el paso a la calle libre. Al completarse la primera de las dos vueltas a la pista, Wottle seguía siendo el último, aunque ya cerca del séptimo clasificado y sin perder de vista a Arzhamov, que era sexto. Y en los cuatrocientos metros restantes, el estadounidense comenzó su imparable progresión y, uno a uno, fue superando competidores. Primero al alemán occidental, por el interior de la primera curva, luego al británico, por fuera en la recta de contrameta, a continuación al polaco y el alemán del este, por el exterior de la última curva.

El de la gorrita ya era cuarto cuando se encaraba la recta final, con el soviético en primera posición y los dos representantes de Kenya tratando en vano de seguirle. Al primero de ellos lo rebasaba Wottle a falta de unos 40 metros, al segundo lo pasaba ya sobre la ‘parrilla’ de los últimos diez. Y cuando parecía que tendría que conformarse con la medalla de plata, alcanzaba en la misma línea de meta a Arzhamov, que se desplomaba sobre la pista en un postrero intento por evitar que aquel americano, alto y delgado, de larga zancada y correr fluido, fuese el primero en romper el invisible haz luminoso de la célula de cronometraje y se llevase la medalla de oro.

EL CABALLO

Cuatro años después, en Montreal, el ganador de los 800 metros no podía ser un atleta más diferente en todos los sentidos al que se había impuesto cuatro años antes. Y no solo porque, en plenos años de la ‘guerra fría’, procediesen de países con antagonismo político tan exacerbado como el que enfrentaba a los Estados Unidos de América con Cuba. Ni tampoco porque uno fuese de tez pálida y cabello liso y rubio mientras el otro tuviese la piel mucho más morena y el pelo negro y ensortijado. La mayor diferencia estaba en su estilo y su forma de correr. Porque si Wottle respondía, en cierto modo, a la tipología clásica del mediofondista, de físico espigado y que basaba su éxito en el fuerte sprint final, su sucesor cuatro años después, el extraordinario Alberto Juantorena era mucho más un velocista que un corredor de fondo, un atleta de mucho más musculado y de potencia.

MONTREAL 1976

De hecho, ‘el caballo’, sobrenombre con el que le conocían en la isla caribeña, era, sobre todo, un especialista en los 400 metros, la vuelta a la pista, la prueba límite de las competiciones de velocidad pura. En los 800 había empezado poco menos que sin querer el mismo año de los juegos. Así que pocos esperaban que fuese capaz de lograr lo que el cubano iba a conseguir en aquel estadio aun sin acabar, con la llamativa torre que debía coronarlo apenas iniciada, que fue sede de las pruebas de atletismo en ‘Montreal 76’. Porque Juantorena no ‘sólo’ ganó en ‘su prueba’, los 400 metros, sino que lo hizo después de haberse impuesto, tres días antes, en la de 800. Una carrera en la que dominó a los mediofondistas de una forma que estos estaban poco acostumbrados a ver, liderando prácticamente de principio a fin, con un ritmo que acabó asfixiándolos y les dejó sin fuelle para poder pensar en remontarle en la recta final. Un velocista capaz de resistir el esfuerzo más allá de lo habitual sin perder velocidad se había impuesto, estableciendo además un nuevo record mundial en la distancia, a los especialistas del medio fondo. Y lo había logrado a base de marcar un paso tan exigente que hizo inútil la táctica prevista por la mayoría de sus rivales, hacer la primera vuelta a ritmo más tranquilo para luego ir incrementándolo hasta dar el máximo en el último sprint, esperando que el atrevido cubano pagase caro su valiente esfuerzo desde el pistoletazo inicial.

EL IMPERIO BRITÁNICO

Sin embargo, lo de Juantorena no dejaba de ser la excepción que confirma la regla. Y en los 800 esta era la del dominio del estilo más clásico, nunca mejor representando que por dos atletas del país con más tradición en casi cualquier deporte, los británicos Steve Ovett y Sebastien Coe. Ambos dominaron el mediofondo mundial entre finales de los setenta y principios de los 80. Y entre los dos debía estar el ganador de los 800 y de los 1500 en los juegos de Moscú que marcaban el cambio de década.

MOSCÚ 1980

En teoría, Coe era más favorito en la distancia más corta y Ovett en la más larga, pero a la hora de la verdad se invertirían los papeles. El más potente Steve batió al más elegante Sebastien en la doble vuelta a la pista, superándole en el sprint final tras remontar desde la parte de atrás del grupo, mientras Coe se vengó ganando en el 1500, la prueba más británica de todas, no en vano es la que, por distancia, más cerca está de la ‘milla’, la prueba atlética por excelencia para los ingleses.

¿CUESTIÓN DE RAZA?

El dominio británico saltó en pedazos en los siguientes juegos, los de Los Ángeles de 1984, cuando ni Coe ni Ovett pudieron hacer nada para imponerse a un fino corredor de origen brasileño, Joaquim Cruz. Un atleta que, sin tener la potencia de Juantorena ni la clase de los ingleses, aunaba buena parte de las virtudes de ambos estilos y marcaba el inicio del dominio de los corredores de raza negra en los 800, como ya estaba ocurriendo en el resto de pruebas de mayor distancia del medio fondo y el fondo mundial, por no hablar de las de velocidad, en las que cada vez resultarían más imbatibles los caribeños.

LOS ÁNGELES 1984

A Cruz le sucedió en el trono olímpico el keniata Paul Ereng, que le superó en los últimos metros de la final de los juegos de Seul, en 1988, ganándole al sprint de modo similar a como el brasileño había batido a los ingleses cuatro años antes. Y en el ‘rush’ final se decidió también la medalla de oro de los 800 metros en Barcelona 92, con victoria de un compatriota de Ereng, el desgarbado William Tanui, que ganó en el Olímpico de Montjuic un poco al estilo de Wottle, empezando último para acabar imponiéndose, por la mínima, sobre la línea de meta.

SEUL 1988

BARCELONA 1992

Tres oros consecutivos para tres atletas ‘de color’ que parecía augurar el fin de las opciones para los ‘blancos’. Y, sin embargo, nada más lejos de la realidad, al menos en lo que respecta a las finales olímpicas de los siguientes doce años. Porque si bien en los últimos noventa el gran dominador fue el keniata nacionalizado danés Wilson Kipketer, invicto durante varias temporadas y ganador de tres mundiales consecutivos, en los Juegos una especie de maldición se cernió sobre el representante de Dinamarca con tan improbable aspecto de nórdico, que no consiguió nunca la ansiada medalla de oro. En el 96 porque su reciente cambio de nacionalidad le impidió participar por cuestiones reglamentarias, lo que aprovechó el noruego Rodal (este si era un nórdico de ‘pura cepa’) para devolver a los atletas de raza blanca la primera plaza que no conseguían desde Moscú con Ovett. Y en el 2000 porque otro europeo, el alemán Schumman, le batió en apretado sprint por sólo seis centésimas de segundo.

ATLANTA 1996

SIDNEY 2000

Al rápido germano le relevó como Campeón Olímpico otro atleta nacido en suelo Europeo, el ruso Yuriy Borzakovsky, quizás el mejor representante del estilo más táctico a la hora de afrontar los 800 metros, basado en fiarlo todo a un poderoso sprint con el que superar a los rivales tras una carrera en la que el ritmo no ha sido tan alto y prácticamente todos llegan agrupados a la última recta.

ATENAS 2004

PEKÍN 2008

El triunfo de Borzakovsky en Atenas 2004 fue, en todo caso, una especie de ‘canto del cisne’ para la escuela europea, que pasó de tener el campeón olímpico a no contar con un solo representante cuatro años después, en Sydney 2008. La final de los 800 metros en los juegos de las antípodas devolvió al dominio a los africanos, con agónica victoria del keniata William Burgei, y anunció, además, lo que estaba por venir. El atleta de Kenia, de poco ortodoxo estilo, ganó liderando casi de principio a fin, dejando sin opciones a los que confiaban en una carrera táctica, con lenta primera vuelta en la que reservar fuerzas antes de incrementar el ritmo en la segunda para atacar en el sprint final.

EL OCHOCENTISTA PERFECTO

Durante la primera década del siglo XXI, los 800 hacía ya unos años que habían dejado de ser una de las pruebas más esperadas en cada competición olímpica o mundial. El record del mundo seguía en poder de Kipketer, desde 1997, y tanto Coe como Cruz aun conservaba la segunda y tercer mejor marca de todos los tiempos, siendo los únicos, junto al danés de origen keniano, que habían sido capaces de bajar del 1:42, una barrera que resultó infranqueable para todos sus sucesores en el palmarés de los juegos y los mundiales.

Pero entonces llegó David Rudisha y los ochocientos metros volvieron al primer plano a la vez que su fisonomía cambiaba por completo… y quien sabe si para siempre. El espigado atleta de Kenia ya se había acercado, con su elegante estilo de amplia zancada, a sólo una centésima del 1:42 en el 2009, batiendo el record de África que llevaba 25 años vigente. Y al año siguiente, tras bajar ya al 41 a mitad de campaña, dio un paso más (en su caso, otra larga zancada) y, en una sola semana, a finales de Agosto del 2010, batió el record mundial de Kipketer y, siete días después, volvió a correr aun más rápido para establecer un nuevo tope mundial, justo al borde del 1:41.

LONDRES 2012

Sin embargo, por fabulosa que fuese la demostración de Rudisha en aquellas dos carreras de record, celebradas en Berlín y Rieti, lo mejor estaba aun por llegar. Y el keniata lo reservaba, además, para la gran ocasión que siempre es para cualquier atleta tomar parte en unos Juegos Olímpicos. El 9 de agosto del 2012, los espectadores que llenaban el estadio olímpico de Londres, y los millones que veíamos la carrera a través de la televisión asistimos a una de esas competiciones que pasan a la historia. Una prueba en la que lo de menos es que se cumpliese el pronóstico y no hubiese emoción alguna en la lucha por la victoria. Todos sabían que iba a ganar Rudisha, desde la prensa especializada hasta los aficionados pasando por sus rivales. Pero creo que ninguno esperaba que lo hiciese del modo tan brutal, dominante y absolutamente extraordinario que lo hizo.

Cuando el respetuoso silencio del entendido público británico se rompió por el estruendo del pistoletazo de salida, el recordman mundial partió disparado de los tacos de salida, completó una primera curva perfecta, y se dirigió con su amplia zancada camino de la calle libre, decidido a que nadie le precediese ni por un metro. Una vez en cabeza, su ritmo siguió 'in crescendo', distanciando a sus atónitos rivales, que lo daban todo desde los primeros instantes pero veían como la diferencia que les separaba del líder aumentaba de forma inexorable.

Al paso por los 400, que hacía por debajo de los cincuenta segundos después de unos primeros 200 absolutamente eléctricos, completados en menos de veintitrés y medio, Rudisha iba claramente en cabeza. En la siguiente curva y en la recta de contrameta su ventaja continuaba aumentando mientras el público del estadio, consciente de estar asistiendo a algo único y, tal vez, irrepetible, le jaleaba más y más. La curva final se convertía entonces en la catapulta hacia la última recta. Y aunque en los postreros metros del cien final el keniata bajaba ligeramente su asfixiante ritmo, nadie le podía inquietar en la inexistente lucha por una medalla de oro que era suya antes de empezar. El premio, en todo caso, no era sólo el dorado metal. Cuando el crono se paraba al cruzar el Masai la meta, la cifra de los segundos se quedaba en el 0 y, por primera vez, alguien había sido capaz de completar el 800 en un minuto cuarenta, concretamente en un increíble, estratosférico y tan fabuloso como real 1:40.91. Una hazaña extraordinaria que redefinía la forma de correr la prueba de las dos vueltas a la pista, liderando desde el primer al último metro, corriendo al máximo de principio a fin.

RÍO 2016

Un logro que ni el propio Rudisha pudo reeditar de forma tan espectacular y dominante cuatro años después, aunque volvió a ganar, con autoridad, la final de los juegos de Río, en la que ‘permitió’ a su compatriota Alfred Kipketer ir en cabeza en la parte inicial de la prueba, hasta que un acelerón implacable, a trescientos metros del final, le dejó de nuevo sólo en cabeza, como cuatro años antes, para lograr su segundo oro olímpico consecutivo y ser el primero en repetir título en los 800 desde que lo lograse el neozelandés Peter Snell, ganador en ‘Roma 60’ y ‘Tokio 64’.

Qué ganar su segunda final consecutiva en unos juegos, con un magnífico crono de 1:42.15, casi supiese a poco comparado con lo de Londres le da aun mayor dimensión a la auténtica ‘barbaridad’ que protagonizó Rudisha en la capital británica. Su carrera en el estadio olímpico londinense es lo más cerca de la carrera perfecta de los 800 metros que nadie ha estado y, tal vez, estará en muchos, muchísimos años. Una carrera en la que aunó la capacidad para ir deprisa desde el primer metro con el fondo necesario para que no decaer hasta el final. La mezcla poco menos que ideal de velocidad con resistencia que hace de la prueba de las dos vueltas a la pista una competición tan exigente como fascinante y la convierte en una auténtica ‘cuadratura del círculo’. Un 'imposible' que el elegante correr de este guerrero Masai ha sabido resolver mejor que nadie hasta ahora en la ya larga historia del atletismo mundial.

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